Nació en el paraje cordillerano de Codihue en 1950. En la década del ´90 llegó a Los Hornos y aprendió el oficio para poder sobrevivir.
Por Fabián Cares - Especial
Las historias personales se escriben muchas veces en base a penurias, carencias y sacrificios. Pero también en base al espíritu de superación, a no darse por vencido y buscar los momentos y lugares indicados para armar y prosperar en familia. En esas historias personales muchos padres emprenden desafíos y luchas en nombre de los hijos. Para que ellos tengan un mejor futuro y para que sean hombres y mujeres de bien. Es el caso de Ramón Tapia, quien hace unos 30 años desembarcó con su familia y sus pocas pertenencias en el paraje de Los Hornos (a 8 km al este de Mariano Moreno) para escribir una nueva historia.
Ramón nació en el paraje cordillerano de Codihue el 14 de julio de 1950 y creció en medio de las actividades de campo. Con los años, en búsqueda de nuevos horizontes, llegó a la ciudad de Cutral Co, donde cumplió infinidades de empleos en la construcción. Ya con 30 años llega al paraje de Santo Domingo. Allí el amor le tenía guardada una grata sorpresa. Florinda, una mujer que había conocido en la cordillera cuando eran muy jóvenes, le ganó el corazón.
En Santo Domingo, un paraje del centro neuquino, Ramón y Florinda comenzaron a armar una vida alrededor de las faenas del campo. “Con mi compañera muchas veces unimos nuestro puesto con la veranada que teníamos en la Pampa de Lonco Luan. Eran 6 o 7 días de viaje en los que enfrentábamos el calor y todo lo que pasara en el camino”, relata Ramón mientras en su memoria seguramente se agolpan esos momentos en los que la trashumancia era su forma de vivir.
Sus chivas, ovejas, caballos y vacas nunca perdieron el tranco y año tras año formaban la postal obligada del criancero a la orilla de la ruta. Santo Domingo-Lonco Luan era el cartel de su viaje que completaban con algunas escalas reparadoras. Así fueron transcurriendo los años y los hijos fueron llegando y creciendo.
Para que sus descendientes no repitieran la historia de recibir nula o escasa instrucción escolar, Ramón y Florinda deciden emigrar en busca de nuevos sueños. El dolor fue grande al abandonar ese terruño pero el bienestar y la felicidad de sus hijos pudo más y a comienzos de la década del´90 se echaron a volar. Sin escalas, el nuevo destino elegido fue el paraje de Los Hornos.
“Nos vinimos aquí con lo puesto. Nos costó mucho pararnos pero la gente fue muy buena con nosotros. A quien le agradeceremos de por vida su ayuda es a don Abel Vargas, que por aquel tiempo era concejal del pueblo”, dice Ramón: “Él me dio trabajo y consiguió una camioneta para ir a buscar algunas cositas que nos habían quedado en el campo”.
Aprender a ser ladrillero
De andar de arreos, amansando caballos, rodeando chivas y trabajando el cuero, de un día para otro y con la necesidad de “parar la olla”, Ramón se ve en la imperiosa obligación de emplearse en la actividad insignia del paraje de Los Hornos: la producción ladrillera. “Tuve que aprender el oficio, no fue nada fácil. Pero de a poco le fui agarrando la mano. Lo primero que hice fue cargar camiones pero después fui aprendiendo y me animé a cortar ladrillos”, dice mientras amaga un lagrimón: “Algo tenía que hacer para ganarme la vida y alimentar a mi familia”.
Ramón cuenta que con muchas personas fue adquiriendo los secretos del arte ladrillero. Entre ellos recuerda a Abel Vargas, Florencio Zúñiga, Lili Castillo y una eminencia de la actividad (ya fallecido), don Carlos Viviani.
A la par que trabajaba en la elaboración de ladrillos, algunos de ellos fueron a parar a un pedazo de tierra que consiguió y donde junto a su esposa le comenzaron a dar forma a su nuevo hogar. “Mi señora y yo nos pusimos al hombro la obra y de a poco, con mucho esfuerzo, fuimos haciendo nuestra propia casa. Nos costó mucho pero fuimos felices al terminarla sabiendo que nuestros hijos tenían un techo digno”, cuenta con mucho orgullo.
Ramón con los años dejó la actividad, se empleó en la recordada Ley 2128 y comenzó a desempeñar trabajos de mantenimiento urbano en el mismo paraje y en Mariano Moreno. Como un emprendimiento familiar, comienzan a volcarse a la producción en invernáculo y en la plantación de frutales (ciruelas, frutillas, manzanas, cerezas y duraznos) siendo parte de algunos proyectos productivos del gobierno provincial. También incursionan hoy en la producción de animales con engorde a corral. Entre ellos, unas cuantas chivas y sus chivitos atrapan su atención ya que desde hace un par de años recibió el beneficio de una jubilación del gobierno nacional. “Las chivas madres y algunas vacas todos los años las llevamos en arreo a la Pampa de Lonco Luan, como para no perder la costumbre y nuestra esencia de campo”, cuenta Ramón, mientras recorre el corral de unos veinte chivos que dejó en su puesto. “Ahora andamos en búsqueda de un terreno campo afuera para criar estos animalitos”, relata.
Atado a las costumbres
Ramón estuvo y está atado a las costumbres de campo. Aquellas que hablan de la rudeza del trabajo rural pero también las que hablan de la alegría, la recreación y la diversión. Es así que mientras cuenta algunos detalles de su vida muestra su taba y recuerda la forma para tirarla mejor. También enseña ese raro arte de armar cigarrillos de papel de manera casera con la bolsita de tabaco a cuestas, junto a otro de los implementos que nunca falta en una casa de campo y que es señal de camaradería y festividad: la “bota de vino”.
Tarea humanitaria en África
Ramón nació en medio de sus dos hermanas. María, la mayor, actualmente reside en la comarca petrolera. Y Lidia, la menor, cumple una labor humanitaria como monja en África. “Hace unos 28 años que cumple esa tarea en aquellos países lejanos. La admiro mucho y cuando puede, me viene a visitar. La última vez fue hace tres años y a mitad de este 2020 tengo la esperanza de volver a verla. La quiero y la admiro mucho”, contó el hombre.
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