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La Mañana argentino

Guillermo Chalcoff, el primer argentino en morir en el atentado a las Torres

Padre de dos hijos, emprendedor y "excelente marido". Aquella mañana fue a trabajar y su vida se terminó en el ataque que estremeció al mundo 20 años atrás.

La nariz del avión se asomó al vidrio como en una pesadilla. El Boeing 767 de American Airlines, que había despegado de Boston hacía 47 minutos, ya estaba al mando de cinco terroristas y era piloteado por uno de ellos, Muhammad Atta. Todos estaban dispuestos a morir por su causa. Con ellos morirían también 87 inocentes, entre 76 pasajeros y 11 tripulantes, incluidos los tres de cabina, que fueron asesinados cuando Atta y sus cómplices tomaron el control del vuelo 11 que nunca llegaría al aeropuerto de Los Ángeles. A las 8.46 de la mañana, impactó contra la Torre Norte del World Trade Center, uno de los dos enormes rascacielos gemelos de Manhattan. Desde el piso 97, y mientras hablaba con su esposa, el argentino Guillermo Chalcoff lo vio venir por una de las ventanas. No le salieron palabras. Y si las pronunció, el ruido de las turbinas lo tapó todo. Y Mabel, del otro lado de la línea, en su casa de Roslyn, en Long Island, nunca lo escuchó. Sólo oyó el mismo ruido, estruendoso y ensordecedor. Después, la llamada se cortó y quedó el silencio.

Guillermo tenía 42 años y fue una de las más de 2600 víctimas fatales que tuvo el ataque a las Torres Gemelas hace 20 años. Una de las primeras, dado que su muerte no llegó por el derrumbe ni el incendio ni el humo, sino por el choque directo de la nave. Él se encontraba en ese lugar no por casualidad. A pesar de que no era su trabajo principal, estaba trabajando. Ahí funcionaban las oficinas de la consultora Marsh McLennan, que había contratado los servicios de “Accutek Information Systems”, un emprendimiento que Guillermo presidía y cuya oficina quedaba a varias cuadras del WTC.

Sin embargo, él iba seguido a esa Torre porque estaba contratado por la firma norteamericana especializada en asesoramiento sobre seguros y administración de riesgos. De forma tercerizada, era uno de los encargados de sistemas y las circunstancias quisieron que terminase siendo una de las 358 personas que fallecieron en el atentado mientras estaban trabajando para Marsh McLennan.

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No fue el único argentino que murió en aquella trágica mañana neoyorkina. En total fueron cinco los nacidos en nuestro país y si bien Guillermo fue el primero en perder la vida, paradójicamente fue el último en ser reconocido. De hecho, pasaron muchos años hasta que resultó ser identificado como argentino. Lo que ocurrió fue que el año 2000 lo encontró recibiendo la ciudadanía estadounidense y en su nuevo documento ya no decía Guillermo sino “William”: William A. Chalcoff. Y para el relevamiento post atentados, era un norteamericano más, hasta que en 2009 fue finalmente incluido entre los nativos argentinos fallecidos aquel martes 11 de septiembre de 2001.

Guillermo, o “Willy”, era porteño, de Barrio Norte, donde vivió hasta la mitad de la década del 80, cuando hizo las valijas y se fue a Nueva York a probar suerte. Tenía ya el título universitario en una especialidad (computación) que casi no había llegado a nuestro país y, en general, no tenía tanto desarrollo como el que profundizó poco tiempo después a nivel mundial. A sus 23 se había casado con Mabel (o Michelle, como pasó a ser una vez que recibió la ciudadanía estadounidense), su novia durante cinco años, y juntos se hicieron camino lejos de su patria. Para Guillermo era también una forma de dejar atrás algunos dolores difíciles de curar, como la muerte joven de su mamá. El destino quiso que la tragedia del 11-S envolviera a sus hijos Eric y Brian y que, con 12 y 7 años -y en un contexto distinto- sufrieran un dolor parecido al de su padre cuando era niño.

Pero ambos crecieron con la certeza de que su padre les marcó un camino de esfuerzo y lucha para lograr los objetivos. Quien fuera un adolescente tímido, fanático de los números y de las ciencias exactas, se había convertido en un hombre estudioso y emprendedor, que no había tenido ningún problema en instalarse en una pequeña oficina prestada, cuando recién llegó a Nueva York en 1985, donde apenas tenía un escritorio para trabajar sus ideas y un sillón para descansar tanto de día como de noche. Sus días eran agitados y duros porque la falta de documentación le hacía imposible conseguir un empleo como sus ganas y su capacidad se merecían. Un “trabajito” en negro, mal pago, le permitió contratar un abogado especialista en inmigración, quien le gestionó la llamada “green card”, la tarjeta verde salvadora para los extranjeros que quieren trabajar legalmente en los Estados Unidos y que a Chalcoff le demoró casi tres años.

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Con su situación ya “legal”, comenzaron a aparecer las oportunidades y con esas chances, las mejoras para su vida y la de su esposa. Y, claro, con un golpe de suerte: el rubro de la computación despegó y se masificó. El mundo empezó a usarlas, primero como herramienta laboral y luego como elemento personal y familiar. Ese juego, que Guillermo supo que era el suyo, le permitió lucirse. Ya había nacido su hijo Eric y faltaban algunos años para que llegara el menor, Brian. La familia comenzó a crecer en todo sentido y a pasar una vida más confortable, hasta lograr mudarse a la casa en Roslyn desde donde salió a trabajar alrededor de las 7 de la mañana del 11 de septiembre de hace dos décadas. Tenía casi una hora y media de viaje hasta el World Trade Center. Iba feliz. Hacía años que el progreso era parte del día a día de este fan de Los Beatles, que se había independizado laboralmente y prestaba servicios como consultor contratado.

El sueño americano se transformó en pesadilla en un abrir y cerrar de ojos. Mabel, en su casa y luego de que repentinamente se le cortara la comunicación con Guillermo, sólo se quedó esperando que él la “llamara de nuevo”, como le confesó al diario Clarín 10 años después. Pero el teléfono recién volvió a sonar 20 minutos más tarde y no era su esposo, como ella esperaba, sino su madre, quien le decía a su hija que encendiera la TV porque “algo pasó” en el lugar donde trabajaba Chalcoff. Mientras estaba petrificada viendo cómo de la Torre que tiene una enorme antena, justo en la que trabajaba Guillermo, se desprendía una gruesa columna de humo negro, vio -al igual que millones de espectadores en el mundo entero- cómo otro avión de American Airlines se estrellaba contra la Torre Sur. Recordó el ruido que había antecedido al corte de la comunicación con su marido. Se dio cuenta que eran las turbinas del avión. Ya no había dudas. No se trataba de un incendio o algún incidente eléctrico, como se llegó a creer durante los primeros minutos. Ni tampoco de un “accidente aéreo”. Dos aviones habían impactado deliberadamente en el corazón económico de Nueva York y Guillermo Chalcoff, al que había conocido cuando tenía 16 años y con el que había construido su familia, estaba ahí adentro.

Al hombre que alguna vez había tranquilizado a su esposa, quien le manifestaba su temor por trabajar en el WTC, diciéndole que era el lugar más seguro del mundo porque en la puerta le pedían un montón de credenciales antes de entrar y había todo tipo de controles, la muerte lo había sorprendido entrando por un ventanal en el piso 97. No quedaron rastros de su cuerpo, las Torres Gemelas consumieron sus restos. Sin embargo, para Mabel, que alguna vez tuvo que llevar a Manhattan el cepillo de dientes de Guillermo y un dolor indescriptible para hacer una prueba de ADN, hubo una huella que sí perduró, como ella misma supo confesar: “Me queda su ejemplo. En los tiempos más difíciles nunca se dio por vencido y fue un excelente marido y padre”.

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