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La Mañana Spinetta

Luis Alberto Spinetta, el prócer humilde que cambió para siempre al rock argentino

En honor a él, cada 23 de enero -fecha de su nacimiento- se conmemora el Día Nacional del Músico. La historia del pibe criado en Bajo Belgrano y que terminó su vida en una casa sin ventanas porque odiaba las rejas.

“Esta gente es una Biblia… por lo viejo, digo. Incluyéndome a mí, eh”.

Luis Alberto Spinetta señaló a sus tres amigos de la adolescencia, con quienes fue socio en su primera aventura musical en serio llamada Almendra, y los elogió aunque sin poder contener el chiste fácil. La poesía y la broma le brotaban tanto como la humildad. El estadio de Vélez tenía a más de 40 mil testigos de ese instante, extasiados con el tremendo recital que estaban viendo, al que su ídolo los había invitado.

Era una reunión familiar, un fogón en donde las llamas eran la música y la nostalgia. La figura de la noche, aquel 4 de diciembre de 2009, estaba a un mes y medio de cumplir 60 años, rodeado de la plana mayor del rock nacional, acompañado por un ejército de músicos de las más diversas popularidades (incluyendo a Charly García, Gustavo Cerati, Fito Páez, Ricardo Mollo y David Lebón, entre otros), todos rendidos a los pies de su historia.

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Spinetta y Charly García en una noche histórica

Spinetta y Charly García en una noche histórica

No fue su despedida pero el destino quiso que aquel fuese el último gran hito en la carrera de este artista brillante -en el más amplio concepto de la definición de arte-, que desconocía en ese pico de masividad, de cancha de fútbol repleta, que comenzaba a transitar un camino que al poco tiempo lo sorprendió con una enfermedad que el 8 de febrero de 2012 lo llevó al fin de la vida.

Tampoco sabía que, como ya existía el Día del Músico (el 22 de noviembre), alguien tendría la idea de tomar la fecha de su nacimiento, el 23 de enero, y un par de años después de su muerte nombrarlo como el Día Nacional del Músico, que vendría a ser el día del músico argentino. Spinetta, posiblemente, no lo hubiese permitido estando vivo, su desapego por estar en el pedestal habría sido más fuerte, pero son de ésas condecoraciones que llegan en tiempos en los que el homenajeado ya tiene fuera de su alcance alguna decisión al respecto. Seguramente, el Flaco también tendría una broma, cercana al humor negro, para explicarlo.

Spinetta fue un muy buen guitarrista y un gran compositor de música (también era un extraordinario dibujante). Entre esas virtudes y su poesía, de culto para sus fanáticos y enrevesada para quienes no terminaron nunca de comprenderla, se convirtió en una figura del rock en castellano. Y la época de su surgimiento lo puso en el simbólico altar de los pioneros, de los artistas fundacionales, lo que se dice “un prócer”. Justo una definición que él nunca quiso demasiado.

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Poco pretencioso en cuanto a sus modos, siempre prefirió el bajo perfil a la masividad. De hecho, le costó dar el okey a ese mega recital en Vélez, llamado “Spinetta y las Bandas Eternas”. Pero finalmente lo dio, motivado por un encuentro único con su propia vida, en donde sus compañeros de ruta y su público decidieron homenajearlo.

Pero en su trayectoria, cada vez que algo se convertía en mito, él buscaba desmitificarlo. Hasta lo hizo con la que es su obra cumbre, al menos en cuanto al impacto en la gente: la célebre Muchacha Ojos de Papel, canción a la que odió. Cuenta el ingeniero de sonido Gustavo Gauvry, que charlando en la intimidad Spinetta deformaba el nombre del tema y lo llamaba “Mucaca”.

Y no entendía por qué la gente se lo seguía pidiendo -pasó muchos años sin cantarlo en público y tuvo que volver a hacerlo para complacer a sus seguidores-. Incluso, llegó a bombardearlo de tal modo que lo calificó de machista, afirmando que el protagonista de la historia, el que le cantaba a la muchacha, no era para nada ingenuo. Al contrario, era un posesivo que quería a la chica sólo para él, que la embarazaría de ser necesario (“construiré un castillo con tu vientre”) para que nadie entre ahí, y que le decía “duerme un poco y yo entre tanto…”, dejándola postergada a un rol secundario mientras él se dedicaba a lo importante. “Hay algo machista -concluía-, seamos francos… Y no el generalísimo”. Una vez más, no podía evitar el chiste. ¿Qué le había hecho esa canción para querer destruirla? Nada, simplemente se había desbordado en fama, porque luego de ser un éxito de Almendra, él se fue de viaje y como la canción se usó en una publicidad de una casa de telas, cuando regresó se había convertido en un hit.

Ojo: tampoco vivía peleado con la popularidad aunque admitía que prefería salir poco de su casa porque lo incomodaba que lo reconocieran. Porteño y muy de barrio, pasó el principio y el final de su vida en dos de ellos: Bajo Belgrano, donde nació y creció entre la pobreza material y la riqueza de la calle, cerquita de la cancha de River, club del que se hizo hincha desde entonces, y Villa Urquiza, donde pasó nada menos que sus últimos 20 años.

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La casa en la que vivió sus últimos días.

La casa en la que vivió sus últimos días.

Ahí, en una casa sin ventanas -porque para tenerlas necesitaría ponerle rejas y no le gustaban las rejas- una terraza le daba algo de aire y luz natural: el resto era todo eléctrico. Aquel búnker donde vivió hasta su muerte, estaba abastecido de muebles austeros; instrumentos y elementos técnicos para componer, tocar y grabar; y especias para cocinar (preferentemente comida italiana, mexicana -con buen picante- y japonesa, y “siempre usando un buen aceite de oliva”, como recomendaba).

Ese apego por la sencillez llevó a que sus vecinos entendieran el juego y remarcaran el rol del barrio en la vida spinetteana. “La gente lo respetaba, no lo molestaba”, recuerdan. Algunos, con el paso del tiempo, se hicieron tan humildemente famosos como el propio Luis Alberto. O, mejor dicho, por el propio Luis Alberto. Como Daniel, de la “Panadería La Paz”, que le preparaba unas galletas tipo bizcochos que fascinaban a Spinetta, lo mismo que las medialunas tostaditas de los domingos a la mañana. “Era una persona muy sencilla, común, se daba con todos”, comentaba Daniel en coincidencia con José, otro vecino, quien calificó al ilustre integrante del barrio como una “persona extraordinaria, muy bueno con todos y muy atento, siempre saludaba como uno más”.

Aunque Villa Urquiza hoy tiene un túnel para pasar por debajo de las vías del tren que lleva el nombre de Spinetta, una cuadra llena de murales con las tapas de todos sus discos, y hasta una estatua, Hernán, del restaurante La Nueva Esquina, a metros de la casa de Luis en la calle Iberá 5009, vuelve al punto cero con su definición: “Venía, se sentaba, saludaba. Un buen tipo y perfil bajo 100%”. Un pantallazo a su carrera indicará que Almendra marcó un antes y un después del rock nacional y que cuando todo iba sobre ruedas, él no se sintió cómodo en la zona de confort. Y cortó y cambió en medio del pico de popularidad de la banda. Después vinieron Pescado Rabioso y otra vez la fama, con una banda que fue súper inspiracional para otros músicos más allá del público llano. Después llegaron Invisible, Jade y una carrera solista, que lo mantuvieron más cercano al respeto y la admiración de muchos, en especial de colegas, que de las multitudes.

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El paso Luis Alberto Spinetta de Villa Urquiza.

El paso Luis Alberto Spinetta de Villa Urquiza.

El Día Nacional del Músico lo representa porque la Clave de Sol es parte de la familia. Su papá, Luis Santiago, solía cantar tangos y escribir poesía, era curador de guitarras (“encontraba una en un tacho y a los pocos días la hacía sonar bien”, contaba su famoso hijo) y amante de la música al igual que su mamá, Julia Ramírez, a quien Luis Alberto reconoce y le da crédito como parte integrante de la genética. “Tenía un gran oído musical y entonaba muy bien a la hora de cantar”, destacaba. Y la casta continúa con Dante, Valentino y Vera Spinetta, todos vinculados a la música (Catarina, la otra hija, es actriz). Sin embargo, independientemente de las lecturas musicales al respecto, lo que más identificaba a Spinetta con los suyos era, justamente, el sentimiento y la certeza de que eran los suyos, su familia, con los que se reunía seguido, porque como buen descendiente italiano había que dedicarle una pasta familiar a la semana, tanto como un mensaje diario a los hijos, un “cómo están” que marque la presencia. “Habló permanentemente con los míos -decía-, con mis hijos. Mi vida es valiosa, acumulé muchos días así y vale la pena. No es demasiado importante pero es mi vida”.

Fanático de Juan Manuel Fangio de niño, tiempos en los que además de comerse las uñas -modismo que mantuvo toda su vida-, cantaba tangos en las reuniones familiares, alentado por su papá y desalentado por su mamá, que no quería que se sintiera presionado; amigo de Guillermo Vilas de grande y admirador hasta la idolatría de su “Capitán Beto” Norberto Alonso. Sus visiones de un futuro que no le llegó tenían que ver con equipos de sonido flotantes, un minisubmarino dentro de una pileta “para aislarse un rato y fumar un cañito abajo del agua sin que nadie te moleste” y el poder tener algún otro hijo después de los 60. Sentía a la política como una gran forma de corrupción, aunque, decía, no se imaginaba “una sociedad sin política”. Fumador compulsivo, temía más a sufrir que a morir. Y oía música todo el tiempo. La que seleccionaba para que suene a través de un parlante y la que sólo él escuchaba, la que daba vueltas en su cabeza, que empezaba como un ruido hasta convertirse en canción. En definitiva, la fantasía de todo músico.

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