Son el paraje más cercano al incendio forestal de Valle Magdalena. Aunque los evacuados regresaron, el humo persiste y avanza sobre su mayor patrimonio natural.
La comunidad mapuche Chiquillihuin ya lleva casi 20 días rodeada por el fuego. El humo del incendio forestal de Valle Magdalena, que se vuelve más o menos denso según la acción del viento, se convirtió en una compañía tan invisible como amenazante para los 500 habitantes de ese paraje en un rincón perdido de la provincia de Neuquén.
Los que transiten la ruta provincial 60, que conecta Junín de los Andes con el paso internacional Mamuil Malal, deben doblar a la derecha para entrar en el poblado donde viven los únicos evacuados por el incendio. Hay que abandonar el prolijo asfalto de la ruta para adentrarse en un camino serpenteante que se trepa por las montañas, en medio de la gramilla amarillenta y los árboles centenarios de la precordillera.
Un arroyo que se desprende del Malleo discurre caprichoso por la aridez del terreno y tiñe de verde los vados que permanecen escondidos como tesoros sin descubrir para los turistas. Un poco más allá, un puesto olvidado de artesanías, unas casitas salpicadas por la ladera y una posta sanitaria dan la bienvenida a la comunidad.
En Chiquillihuin viven unas 500 personas. El pasado fin de semana, cuando el viento se ensañó con los bosques de Valle Magdalena, un total de 25 personas fueron evacuadas en la escuela 187 de Junín de los Andes, mientras que otros 150 se mudaron a las casas de sus familiares en Junín, a unos 60 kilómetros de la comunidad, para resguardarse de un posible avance de las llamas.
"Estábamos rodeados de fuego", dijo Rogelio Quilaqueo, uno de los evacuados, que regresó a su casa el pasado miércoles, después de dormir cinco días en las aulas de la escuela primaria. Y aunque el fuego nunca atacó los árboles de su comunidad, las alertas meteorológicas de vientos fuertes motivaron la evacuación preventiva, porque las ráfagas podían arrastrar chispas o ramas que provocaran un nuevo foco en Chiquillihuin.
Roxana Paillalauquen no se quiso ir. Cuando el humo se hizo insoportable y todos buscaban una camioneta o una combi para irse a Junín, ella prefirió quedarse. En medio del dolor de ver su bosque prendiéndose fuego, pensó que estar ahí, cerca, era la única forma de defenderlo. Y por eso sus hijos salieron a combatir las llamas.
"Nosotros estamos acá desde el primer día, estamos muy cerca del incendio en línea recta y fuimos los primeros en chupar humo", dijo y agregó que vivir en Chiquilihuin se siente como estar, segundo a segundo, al borde una fogata encendida. El olor penetrante del humo ya se hizo costumbre pero, cuando el viento sopla, la nube blanca se vuelve espesa y amenaza con destruirlo todo.
Y por eso, los hijos de Roxana subieron hacia el fuego. Con lo poco que tenían: una pala, un machete, una picota. Con la ropa de todos los días y las zapatillas de siempre, salieron a cortar las ramas y crear cortafuegos para detener, en algún lugar, el avance inexorable del incendio.
Ellos, unos 40 chicos de 14 años en adelante, salieron a defender su bosque. Roxana y el resto de las madres esperan en la posta sanitaria, donde organizan las donaciones que llegan a diario para la comunidad mapuche. Les traen agua, alimentos y ropa adecuada para combatir las llamas. "Porque al principio salieron sin nada, con la ropa de diario o lo que tenían puesto", explicó.
A las seis de la tarde, Roxana emprende el camino a casa. Deja la posta sanitaria para subirse a una camioneta y retomar ese camino que se retuerce por la precordillera. Y allí espera encontrarse a sus hijos, que se ocupan de dar apoyo terrestre a los helicópteros que combaten el fuego con sus helibaldes y sus descargas de mil litros de agua, que caen desde el cielo sobre algún pehuén encendido.
Jóvenes brigadistas
Los jóvenes mapuches conocen bien el terreno. Algunos fueron entrenados por la Fundación Tierras Patagónicas para convertirse en brigadistas. Otros aportan su memoria: ese mapa mental que se crearon al recorrer, desde la infancia, los mismos arroyos, los mismos claros y los mismos cerros. Y así, guían el esfuerzo de más de 350 especialistas en incendios forestales que quieren ponerle freno al incendio más grande de la historia de Neuquén.
Hasta ahora, el fuego avanza. Ya logró hollar más de 22 mil hectáreas, y se dirige hacia la zona de Quillén. Aunque la zona más crítica parece haberse alejado de la comunidad Chiquillihuin, todavía queda en el paraje una amenaza, que se respira en cada bocanada de aire viciado de un humo ceniciento.
Y también se queda en forma de cicatriz. Porque Roxana y los suyos ven cómo el fuego se ensaña con sus bosques. "Hay veranadas enteras que se quemaron, las araucarias se quemaron y ya no se recuperan más", dijo y se preguntó dónde pastarán ahora sus chivos y sus vacas, o dónde van a recolectar sus piñones.
Roxana espera la lluvia, que parece ser el único remedio frente al fuego atroz que también quemó sus rehues, esos altares sagrados hechos con ramas de araucarias para invocar a Nguenechén. Pero, por ahora, no hay divinidad que los ampare y sólo el esfuerzo colectivo le da batalla al incendio que crece y destruye una riqueza forestal que no va a recuperarse por décadas.
Rogelio explicó que peligra también su economía. El humo afecta sus vacas lecheras, sus chivos que se extraviaron refugiándose de las llamas en algún mallín perdido de la zona. El fuego quema la madera que es la materia prima de sus artesanías y espanta a los turistas que visitaban sus zonas de acampe.
Pero también los ataca en la memoria. "Esta tierra es nuestra historia, la de nuestros abuelos, y ya no la vamos a ver", dijo Roxana y aclaró que quizás sus nietos logren ver los brotes recuperándose de un incendio que dejó las auraucarias, los ñires y las lengas abrasados por dentro.
Mientras tanto, los pobladores trabajan juntos para detener las llamas. Y encuentran su fuerza en el apoyo colectivo para salvar esa tierra de todos, que se materializa en donaciones y brigadistas que llegan desde diversas geografías para brindar auxilio.
En los bosques de Neuquén todavía no llueve; el único agua que cae lo hace desde los helibaldes y su lucha desigual contra las abrumadoras columnas de humo negro. Pero hay nehuén en la unión, en saber que todos, mapuches y huincas, trabajan juntos para ponerle freno a un incendio devastador.
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