Libre, encantador, compañero: un auténtico pata de perro. Posiblemente haya sido el animal más conocido de la historia neuquina. Su recuerdo siempre vuelve y logró colarse en la identidad de la ciudad.
Haciendo esquina en San Martín y Avenida Argentina; dando un paseo de verano en el Río Grande; festejando un partido de la Selección en el Monumento; cerca del Aeropuerto visitando a un amor: el perro de Neuquén estaba en todos lados. Mestizo, mediano, de pelaje largo y blanco con manchas negras. Nada en particular, un perro como cualquiera, sólo que Doki era único. Su humano, el peluquero Rolando Robledo, le teñía la cola de colores, para evitar que la perrera se lo llevara. Y en ese gesto de protección tan estético, nos regalaba la mágica posibilidad de la sorpresa. Verlo era como encontrar a un amigo, generaba la misma alegría y todos queríamos abrazarlo.
La historia de Doki, como la de muchos neuquinos, no empieza en esta ciudad. Cuando era un bebe de días que aún no había abierto los ojos, alguien lo arrojó a una calle de Bahía Blanca para dejarlo morir. Fernando lo encontró y decidió llevárselo a su casa. A sus padres no les gustó la idea, eran épocas de mucha pobreza y además el perro era un problema seguro. Pero enseguida cambiaron de opinión al notar que la gatita naranja de la familia, que hace pocos días había parido, aceptó amamantarlo.
Doki se crió entre gatos y con la protección de su pequeño humano. Aún cuando fue creciendo, solía llevar a su mamá adoptiva hasta el sol para que le diera la teta. Desde muy cachorro volvió a la calle. Todos los días, acompañaba a Fernando a la escuela. Las veces que no lo dejaban entrar, se iba hasta la esquina a hacerles compañía a los canillitas. Tenía el don particular de intentar imitar con aullidos cuando alguien cantaba o gritaba y muy pronto se convirtió en un experto vendedor de diarios. Otros días, se instalaba en la carnicería hasta que le dieran un hueso.
La llegada a Neuquén
Fernando tenía 14 años cuando enfermó de gravedad. “Irreversible”, dijeron los médicos. Su tío Rolando, un peluquero que vivía en Neuquén, empezó a viajar cada 15 días para acompañar a su sobrino por el que sentía un profundo cariño. En el primer viaje, Rolando recuerda que le dio un abrazo con mucha fuerza a su sobrino, que además tenía un camperón de naylon. A Doki no le gustó nada el ruido o el movimiento que hizo y enseguida le declaró la guerra. Le ladraba sin parar, no le dejaba acercarse demasiado. Pero al peluquero eso le causaba muchas gracia y poco a poco empezaron a hacerse amigos.
Cuando Fernando murió, sus padres se mudaron a Neuquén. Doki quedó en Bahía Blanca a cuidado de un pariente que era vendedor ambulante de lotería: el perro anduvo arriba de todo colectivo que hubiese en la ciudad. Rolando estaba muy preocupado por el animal, consideraba que lo mejor era traer al perrito a vivir al sur. Tanto insistió que finalmente arregló todo para traerlo. Al principio, Doki volvió con los padres de Fernando, pero estaba muy deprimido, no era el mismo cachorro de mirada luminosa que Rolando había conocido.
Para levantarle el ánimo, el peluquero solía llevarlo a andar en moto: “Vení, vamos a pasear”, le decía y salían juntos en la scooter. Una vez, los paró la policía, que un poco en broma, un poco en serio, le advirtió a Rolando que todo ser que transite en moto debía llevar casco. Ese mismo día, Rolando pasó por una juguetería, compró un casco de guerra; fue a una ferretería, compró poliuretano expandible y asunto resuelto: Doki era un todo un motoperro.
El corazón de Rolando había sido totalmente conquistado por Doki. Se lo llevó a vivir con él a un departamento que alquilaba en el centro y fue entonces cuando comenzaron las venturas del perro de Neuquén.
Más raro que perro verde
Doki tenía una vida nueva, pero la calle era su lugar natural. Todos los días, con total disciplina, salía a pasear por ahí. Rolando cuenta que volvía a casa cerca de las 3 de la mañana totalmente agotado y se desplomaba en el piso. Por la mañana temprano, cuando el peluquero se iba a trabajar, el perro lo miraba salir, pero era incapaz de dejar el sueño. Unas horas después, llegaba a la peluquería moviendo la cola, lo acompañaba un rato y volvía a comenzar su gira. Por entonces, en Neuquén estaba permitida la eutanasia canina. La perrera solía llevárselo. Rolando pagó varias multas, pero lo que realmente le preocupaba es que pudieran hacerle daño.
Unos años antes, Rolando había viajado a Miami por una capacitación. Entonces, volvió impactado por como allá teñir a los animales parecía ser algo muy de moda. Sólo por curiosidad, compró unos aerosoles que guardó en un cajón, pero había llegado el momento de usarlos. Empezó a teñir la cola de Doki de diferentes colores. A veces fucsia, a veces violeta, pero casi siempre de verde. Era un proceso muy divertido que al perro no parecía molestarle, incluso cuando le pasaba el secador de pelo para darle el toque final. Y si bien la perrera siguió llevándoselo, sabían que se trataba del perro del peluquero.
Doki era un excelente compañero en la cola del banco; íntimo amigo de los taxistas de la esquina; un gran ayudante de los canillitas; a veces incluso se colaba en las misas de la catedral.
Tan neuquino se hizo el perrito, que hasta solía acompañar cantando a Marité Berbel cuando iba a la peluquería, con un ladrido muy particular que salía lleno de emoción de su hocico. “A veces íbamos por el centro, yo lo veía pasar, le pegaba una acariciada, pero él seguía, seguía, seguía, era un andador de Neuquén, parecía Marcelo Berbel o Don Felipe”, recuerda ella entre risas. Y agrega: “llegabas un día a la peluquería, y estaba echado durmiendo porque ese día había decidido estar ahí, pero él siempre elegía cual era el mejor lugar en el mundo. El Doki era el dueño de la calle, pero también era el dueño de su vida”.
Participante fundamental de los desfiles de aniversario de la ciudad, incluso el mismo intendente de entonces dio la orden a la perrera de dejar de perseguirlo; militante de la primera hora, jamás se perdía una movilización, una vez hasta volvió con los ojos detonados por el gas lacrimógeno de una represión; la nota de color de quien sabe cuántos noticieros que llegaban a Neuquén para contar su historia; el rostro perfecto para el merchandaicing de proteccionistas.
“Hizo toda la carrera de Psicología Social con nosotros. Era un compañero más, se acostaba en el aula. Estaba todas las clases, todas las noches. Cuando estudiábamos en la peluquería de Rolando, él decía que iba a llamar a la perrera o a la DGI con uno de esos viejos teléfonos de Entel que había en los mostradores y Doki se convertía en un resorte, saltaba, saltaba hasta que lograba cortar la llamada: odiaba a la perrera. Lo amaba, lo amábamos. Cuando nos entregaron el diploma en el antiguo cine que estaba sobre la Ministro Gonzales, él subió al escenario a recibirlo con nosotros”, recuerda con amor Andrea Ferracioli, la actual subsecretaria de Ciudad Saludable, que entonces estudiaba junto a Rolando.
Una oportunidad para el amor
En algún momento, Doki firmó con su pata una solicitada para que Neuquén elimine la perrera. En el año 2008, por fin Neuquén se convirtió en un municipio no eutanásico y se estipuló la castración masiva de perros. En el 2014, se incorporó a esa ordenanza la castración de felinos y el requisito de doble certificación veterinaria para realizar eutanasias en casos extremos en que los animales realmente lo necesiten por una cuestión de salud.
“El intendente Mariano Gaido se propuso apostar a la política pública de castración masiva, sistemática, simultanea y sostenida de perros, perras, gatos y gatas”, explica Andrea Ferracioli. Durante los últimos cuatro años, se castraron más de 87 mil animales, un número histórico que se logró incorporando cuatro quirófanos móviles a los cuatro quirófanos fijos, lo que también permitió mayor territorialidad; como también las castraciones masivas mensuales, que se realizan los días sábados.
Hay muchos perros como Doki, que quizá tienen familia, o no, pero son de cuidado comunitario, a los que sólo se los controla. También hay perros abandonados que se reúnen en mandas para sobrevivir. Para ellos, el municipio tiene un programa integral de reeducación y resocialización, con el que lleva destrabadas 15 jaurías; con una lógica similar se aborda a los gatos ferales.
La adopción y la crianza responsable es siempre la mejor opción. En el último tiempo, con diferentes campañas, ferias y otras estrategias, se logró que más de 600 perros, gatos y hasta un caballo tengan la oportunidad de tener una familia.
Su desaparición
Doki desapareció de un día para otro a principios de siglo, tenía cerca de 10 años. Posiblemente si hubiese sido hoy, con la facilidad de las redes sociales y las cientos de personas solidarias y rescatistas, quizá hubiese sido recuperado. Rolando lo buscó por todos lados, nunca volvió a saber de él. Tiene varias teorías, ninguna es feliz, pero por suerte, como sabemos muy bien, todos los perros van al cielo.
Aún habla de su perro con profunda emoción. Tiene tantas anécdotas de Doki que podría estar narrándolas por horas. El cola verde y luego su recuerdo, le permitieron mantener cerca y con ternura la huella de su sobrino. Su vocación solidaria lo llevó hace un tiempo a hacer pelucas oncológicas. Para Rolando, el perro de Neuquén fue su gran amigo y compañero, un Callejero por Derecho Propio, como decía Alberto Cortez: “Aunque fue de todos, nunca tuvo dueño, que condicionara su razón de ser, libre como el viento era nuestro perro, nuestro y de la calle que lo vio nacer”.
Un perro es hogar, es familia, lealtad. A veces es todo lo que nos sostiene. A veces también, un perro puede ser barrio, pertenencia e identidad. La de Doki es en definitiva una historia de oportunidades y reciprocidad. Un animal mágico que le devolvió a Neuquén algo del amor que alguna vez le dio un niño llamado Fernando, una gata que lo quiso como a un hijo y un peluquero que nunca lo abandonó.
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