La universidad pública sólo promete la movilidad social si se acorta la brecha con el nivel medio, donde aparece la demanda más urgente.
No alcanzaron las marchas masivas por todo el país ni las ciudades enteras empapeladas con escudos universitarios. No alcanzaron las voces de los graduados, eternamente en deuda con sus almas mater, ni el grito de los estudiantes, esa chispa histórica de las transformaciones sociales que se gestan en la calle.
Nada alcanzó para frenar un veto que se propone ajustar por donde se ajusta siempre: la clase asalariada, que encontró en esos pupitres descascarados una llave para la movilidad social ascendente.
Lejos de los relatos de alumnos extranjeros, de ahorros o de motosierra, hay una realidad dolorosa que nos convoca a la autocrítica. A pesar de ser gratuita, federal e irrestricta, la educación superior seguirá siendo elitista si la brecha entre el nivel secundario y la Universidad se convierte -cada día más- en un abismo insuperable.
Llegar y permanecer en una carrera de educación superior no depende sólo de que existan más universidades o carreras, sino de que los estudiantes lleguen con la base necesaria para sacarles provecho. Hoy, el nivel primario y secundario demandan de la atención más urgente. Si no, el pueblo pagará los diplomas de los pocos que pudieron adaptarse al último peldaño de la escalera educativa.
El país que mejores notas se saca en las pruebas educativas internacionales no es una histórica superpotencia. No. El abanderado de esa clase es un “tigre asiático” con 5 millones de habitantes que motivó a los especialistas a analizar “el milagro de Singapur”.
Desde su independencia, consideraron que, sin importar cuán grave fuera la crisis económica, la educación nunca podía ser la variable de ajuste. No es un milagro: el país invierte el 25% de su PBI en la enseñanza de sus ciudadanos, con la matemática y la lectoescritura como sus principales bastiones.
Por este lado del mundo, el 62% de los que habitan hoy las universidades nacionales son la primera generación de universitarios en sus familias. Pero sostener esa conquista también depende de acortar los abismos para rescatar el verdadero engranaje de la movilidad social, que no es la educación ni las universidades, sino el aprendizaje. Con todo lo que eso significa.
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