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Juanito, mucho más que un bar: recuerdos de la previa y la noche de una generación neuquina

Irrumpió en la noche neuquina en el 2000 y se volvió un espacio emblemático, que permanece en la memoria colectiva.

No íbamos porque la birra estaba a 3 pesos, ni porque quedaba en el medio del centro, ni porque siempre estaba abierto y cerraba cuando el último de nosotros se iba. No íbamos porque pasaban rock, ni porque el tequila era accesible, ni porque nos gustaba entrar, por un lado, de la galería y salir por otro. No íbamos porque la pizza era una bomba y era barata, ni porque era mucho más fácil decir: “nos vemos en Juanito”, que andar inventando cosas. Íbamos porque todo eso lo hacía nuestro bar, aunque no lo sabíamos, aunque lo aprendimos con los años, como se aprende a valorar lo que genera pertenencia, lo familiar, la confianza o lo que ya no se tiene.

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Paredes amarillas, vasos de plástico, mesas y sillas plegables, ceniceros descartables, repositores yendo y viniendo con cajones de Quilmes, una bandera colgada con el nombre del lugar, luces semi encendidas: todo montado en el hall de la antigua galería de Diagonal 25 de Mayo y Avenida Argentina. Juanito no tenía glamour, ni detalles descollantes. Funcionaba.

De pronto se encendía la noche y avanzaba como una gran nave en el que iban los pibes de la escuela, skaters, cumbieros, poetas, darkies, mi tío, los músicos de la banda que te gustaba, la piba más cheta del barrio, los militantes del rock chabón, la artista que estaba exponiendo los cuadros, el hermano que había vuelto de estudiar. Explicarlo es como querer que alguien que no se crió en Argentina se conmueva con la singularidad de Los Redondos. Lo importante es que todos fuimos bienvenidos y eso hacía que fuera nuestro y al mismo tiempo intraducible.

Juanito era el bar de Luis Bonet, Lubi, un laburante y comerciante que había llegado desde Buenos Aires, junto a su familia, a mediados de los 80. Tener un bar había sido el sueño de toda su vida, desde que era un pibe y con sus amigos iban a instalarse a un cafetín porteño a mirar pasar las horas y a escuchar radio. Después de la última ronda, el dueño hacía el cierre de caja y luego les confiaba la llave, los dejaba quedarse aunque él se fuera.

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 Luis Bonet, Lubi, el mentor y pilar de Juanito.

Luis Bonet, Lubi, el mentor y pilar de Juanito.

La posibilidad de abrir Juanito apareció en el 2000, muchos años después de que llegaran a vivir a Neuquén. El lugar era un café pequeño de galería, convertirlo en un bar que funcionara era casi imposible, pero Lubi se aferró a ese casí con fuerza y de pronto Juanito se convirtió en un señor bar.

El mejor anfitrión

Se llamaba Juanito porque así le decían a Serrat y mi papá y mamá siempre fueron muy fanáticos. Era un dato que a él le encantaba porque no sé si todo el mundo lo sabía. El logo del bar lo hizo una amiga mía que es diseñadora, adaptando la firma de mi viejo. Definitivamente ese era su lugar, su vida. Al principio para mí el proyecto era descabellado, yo era adolescente, salía de noche y veía lo que era la noche y de repente pensar a mis papás en ese esquema era muy raro. Sin embargo, mi viejo, que era súper nocturno, encajó perfectamente —explica la periodista Soledad Bonet, hija de Lubi.

En septiembre del 2020, Lubi cumplió 75 años y apenas unos días después se lo llevó el COVID. Soledad recuerda esos días con mucha tristeza. Dice que su papá tenía planeado vivir muchos años más, que se fue sin querer. Pero en medio de ese dolor inesperado, empezaron a aparecer un montón de personas a contarle anécdotas sobre su papá, gente que ella jamás conoció, pero para las que su papá había sido importante.

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Muchas de esas anécdotas, la mayoría, tenían que ver con Juanito. De repente me escribía uno que me decía: “una vez tu papá vio que yo no estaba en condiciones de manejar y enseguida me dijo, tranqui, te pido un taxi, mañana venís a buscar tu auto. Otro que me decía: “tu viejo me prestó plata para comprarme una heladera”. O alguno al que papá le había sacado algo con la tarjeta de crédito. Era un tipo muy anfitrión, generoso, tenía una historia aparte que no llegué a conocer, que me fascina y que la admiro muchísimo. Hay muchas cosas que yo no las viví directamente. Él te decía: “hablá con fulano, que es amigo mío, decile que vas de mi parte y pregúntale”. A mí a veces me salen cosas de él, no sé, creo que esa cosa de querer festejar y juntar gente, eso es de mi papá. Porque mi papá era así, era el que reunía —agrega Soledad.

Juanito en la memoria colectiva

Si Lubi veía a algunos peleando en la vereda, intervenía para separarlos y los invitaba a charlar, a tomar algo y calmarse. La noche en Juanito transcurría desde la espontaneidad, descontracturada, de un lado y del otro de la barra, pero él estaba en todos los detalles. Si era 25 de mayo, salía una ronda de pastelitos; si era el cumpleaños de Juanito, había torta; si alguien necesitaba hablar, ahí estaba para escuchar; si era Navidad, nadie se quedaba sin festejo. Cuando sonaba Fiesta de Serrat, se sabía que a Lubi se la había terminado la cuerda. Juanito eran todos, pero sobre todo era él.

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Para los que éramos pibes, aunque en ese momento no podíamos percibirlo, había en Juanito mucho de familia que daba tranquilidad, contención. Había algo que de alguna forma conocíamos y nos hacía sentir a gusto. Lubi no estaba solo, siempre estaban Soledad y su mamá sosteniendo: ayudando en la barra, acompañando en todo, corriendo atrás de sus ocurrencias. Era el aguante del aguante. Si hacía falta más ayuda, si con ellas no alcanzaba, venían las amigas de Soledad a dar una mano. Atrás de Juanito había un tejido colectivo, solidario, una suerte de aventura en la que todos se habían subido y habían hecho propia.

Los recuerdos más lindos que tengo de Juanito están ligados a la adolescencia, al crecimiento, a la amistad. Fue un lugar donde construimos recuerdos y donde pasaban cosas muy copadas, el ambiente era muy agradable, todo el mundo era bienvenido y no había diferencias. Había una afluencia permanente de personas, siempre venía gente nueva y estábamos los de siempre —recuerda Gabi, una de las amigas de Soledad.

Pasaban cosas: un día de pronto caía Palo Pandolfo a tocar por un alimento no perecedero, o ANIMAL hacía una conferencia de prensa, o tocaba Hijos del Caracú, Adikari, Caballo Cardiogram. Otro día a Lubi se le ocurría que la galería no era un mal espacio para el arte y organizaba muestras con una estructura casi inexistente, pero que también funcionaban. Había un merchandising totalmente azaroso, pero existía: bandera, vasos con el logo, remera, una tarjeta para usuarios frecuentes.

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—El mozo de Juanito era un copado, Pato, como era altísimo, nos veía de lejos y nos hacía señas para saber qué tipo de birra habían pedido. Una para la Stella, otra para la Quilmes, otra para la Heineken. Teníamos un lenguaje propio, una familia.

La historia de una generación

En 2005 Juanito se tuvo que mudar. Unos meses antes, Cromañón no sólo había dejado una herida imposible de asimilar, sino que implicó un cambio en la dinámica de la noche y del rock. Además, la galería iba a ser remodelada. En septiembre de ese mismo año, Juanito comenzó una nueva historia en la calle Hipólito Yrigoyen entre Belgrano y Roca y ahí se mantuvo hasta el 2018. Aunque la nueva casa también tenía su magia y por supuesto sus historias, no fue lo mismo, no porque la gente en general dejara de ir, sino esa gente, la de los primeros años, esa cofradía que sostenía lo inentendible.

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—Pasaron 18 años, una vida. El cambio fue generacional. Algunos venían a decirme: yo me acuerdo del Juanito de La Diagonal, acá conocí a mi novia, ahora tenemos un pibe. A mí también me pasó, yo me sentí mucho más apegada a lo que fue el Juanito de la Diagonal que el otro Juanito, a la gente que venía yo no la conocía. Conocía a la que estaba en la Diagonal y la que estaba en la Diagonal no estaba ahí porque ya tenía hijos o estaba casada o estaba trabajando o en otra. Estábamos grandes, era otro Neuquén.

Juanito cerró en 2018, cuando empezaron a venderse las cosas, fueron muchas las personas que se acercaron a pedir vasos de plástico con el logo; otros les pusieron Juanito a sus emprendimientos. Lubi abrió Olmedo, un café hecho y derecho, que convirtió en el living de su casa y que lo acompañó hasta el fin.

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Despedirse de Juanito fue movilizante, no sólo para los Bonet, que terminaban una etapa de la vida, sino para la ciudad, porque aunque muchos ya no fueran o fuéramos habitués, Juanito siempre estaba cuando no había nada abierto, cuando nos cansábamos de otros bares, cuando necesitábamos quedarnos “hasta tarde en el café, con todos aquellos que no desean irse a la cama, con todos los que necesitan luz por la noche”, como decía el muy querido Hemingway. Juanito no era parte de Neuquén, sino de nuestra vida en Neuquén. Y aunque ya no esté, sigue siendo el lugar adonde vamos a volver para encontrarnos con la risa, los amigos, con una parte de lo que fuimos.

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