Desde hace 45 años, Gabriel Ayala se destaca como uno de los mozos más emblemáticos de los bares y cafeterías del Alto Valle.
Corría la década del 80 cuando Gabriel llegó al Alto Valle. Metalúrgico de profesión y atraído por el impulso de la industria petrolera, vino en busca de un futuro mejor. Aunque no encontró trabajo en el rubro, descubrió la vocación que lo acompaña hace 45 años: se convirtió en uno de los mozos más emblemáticos de Neuquén, capaz de ganarse el corazón de todos sus clientes.
Mesero, camarero o simplemente mozo: cualquiera de estas palabras engloba a esa figura discreta pero esencial que se ocupa de que todo salga perfecto, ya sea en un almuerzo con amigos, en el café de la mañana o en una cena romántica.
En Neuquén se encuentra Gabriel Horacio Ayala, un mozo ejemplar con una trayectoria intachable, reconocido por generaciones de clientes, respetado por sus colegas y solicitado por los patrones. No hay neuquino que no quisiera ser atendido por él, joven mesero que no lo tenga como referente, ni dueño de confitería que no ansíe tenerlo en su equipo.
Su llegada a Neuquén
Gabi —como lo conoce todo el mundo— nació en Resistencia, Chaco, aunque con apenas nueve meses de vida se trasladó a Buenos Aires. En 1980 llegó a la región, motivado por el crecimiento de la industria petrolera, ya que originalmente su oficio era la metalurgia.
“Llegué en el 80 y habían echado a todo el mundo a la calle, así que no me quedó más remedio que agarrar algo que yo hacía en Buenos Aires como adicional”, recordó. En aquellos años había trabajado en un boliche: en el baño, en la barra y hasta como cajero, así que ya tenía alguna experiencia en el rubro.
“A los 22 me vine a Neuquén en busca de un futuro mejor y la verdad no me equivoqué”, afirmó con convicción, y destacó que desde el primer día lo sorprendió lo buena y solidaria que es la gente.
Los primeros trabajos en la zona
Apenas pisó Neuquén, empezó a preguntar dónde estaba el mejor boliche bailable para conseguir trabajo. Para su sorpresa, todos le respondían lo mismo: “La noche está en Cipolletti”.
Así fue como llegó a Zakoga, el icónico boliche de la Ruta 22, donde trabajó durante un año antes de pasar una temporada en Blasón, otro imperdible de la época. “Acá la gente te lleva sola de la mano. Vos hacés las cosas bien y la gente te lleva al laburo”, contó.
Aunque en un momento intentó volver a la metalurgia, no funcionó: el destino parecía tener claro cuál era su camino y volvió a ser mozo.
Para ese entonces, la noche neuquina comenzaba a crecer, y en el ’85 entró a Village, en la calle Rivadavia. “Fui a pedir trabajo y el dueño era un conocedor del tema, no lo podía versear”, confesó entre risas. Entonces, el dueño le pidió que le alcanzara un vaso; Gabriel lo hizo y, con ese simple gesto, quedó contratado. Había cumplido con una de las leyes implícitas del oficio: la mitad del vaso hacia arriba es para el cliente; la mitad hacia abajo, para el mozo.
Un camino guiado por la lectura
“Cuando me di cuenta de que esto me salía fácil dije: ‘esta es la mía’. Así que lo primero que hice fue proponerme mejorar”, aseguró. Con esa meta en mente, Gabriel recorría librerías en busca de algún libro que lo ayudara a convertirse en el mozo perfecto. Aunque no encontró material específico, lejos de desmotivarse halló la respuesta en los libros de autoayuda.
Estos libros, no solo lo ayudaron a tener seguridad en si mismo, sino que también lo hicieron mejorar la atención al público, entender al cliente y presentarse con la mejor onda, incluso aquellas veces en que no recibía lo mismo del otro lado.
Gracias a las herramientas que adquirió, logró ganarse hasta a los clientes más difíciles. “Mis compañeros me decían: ‘Gabi, atendelo vos’, porque ellos no querían atenderlo. Al año ya era amigo mío el tipo" confesó.
Su propio libro: "El manual del mozo"
Recientemente, Gabriel decidió plasmar parte de su experiencia en un libro titulado El manual del mozo. “Yo buscaba libros de mozo y nunca encontré nada, así que me senté y lo escribí”, contó. La idea surgió dado a que a él le faltó información cuando empezó en el oficio.
“Si yo hubiese tenido esos datos, mi vida hubiese sido diferente; mi situación económica también. Cuando ganás mucha plata y no estás preparado, malgastás porque pensás que al otro día vas a juntar lo mismo y creés que va a ser así toda la vida”, reconoció.
“Le enseñé a trabajar a todos los que estaban conmigo. Yo no tengo problema porque no tengo miedo de perder el trabajo. Nunca me voy a quedar con lo que sé, me parece muy egoísta”, explicó y lamentó que en sus inicios no le tocó recibir la guía de colegas, ya que la generación anterior no transmitía conocimientos por temor a que les quitaran el puesto.
Por eso, él hizo todo lo contrario. En una ocasión, le tocó trabajar con un joven llamado Juan. “Juancito, yo te voy a enseñar. Vos prestá atención, tenés que aprender. Así no podés trabajar. Mañana te traés pomada, los zapatos bien lustrados y ese pantalón lo llevás a la tintorería, tenés que estar impecable”, le decía.
Pasaron los años y la vida le devolvió la satisfacción: una mañana, mientras trabajaba como mozo en un yacimiento para la empresa Transbox —donde estuvo diez años—, escuchó que alguien lo llamaba: era Juan, aquel aprendiz, ahora era jefe.
Hoy en día, esa solidaridad sigue intacta. Gabriel forma parte de una red de gastronómicos en la que se avisan cuando algún mozo necesita trabajo o cuando un local busca personal. “Es mi forma de devolverle a la gente todo lo que me dio. Lo único que tengo son palabras de agradecimiento”, afirmó.
El día que llenó un bar
Entre las cientos de anécdotas que atesora, recuerda cuando años atrás le tocó trabajar en una confitería que no lograba salir a flote. Al dueño le habían recomendado contactar a Gabriel y lo llamaron especialmente para remontar el negocio. Le ofreció más dinero del que ganaba en ese momento y aceptó todas las condiciones que Gabi puso, confiando plenamente en su experiencia.
“Hablé con los de la cocina, un chico jovencito y un veterano entrerriano, cómico como él solo. Hicimos un menú diario de carne, pollo y pasta y empezamos a vender eso”, explicó.
“¿Sabés cómo lo levanté? Barriendo la vereda. Pasaban los autos y la gente me reconocía y me saludaba; a las horas o al otro día iban a comer”.
Y así, rápidamente llenó el salón. Porque, según dice, "la gente va donde está la gente: nadie quiere entrar a un lugar vacío, porque piensa que algo pasa ahí". Cuando empezaron a llegar los primeros comensales, la voz comenzó a correr y el lugar se convirtió en un éxito.
La familia, el pilar de su vida
Gabriel es padre de tres hijas: Pamela (28), Victoriana (22) y Lucía (15). La mayor repara computadoras y estudia el profesorado de Historia; la del medio cursa Psicología; y la menor quiere estudiar Criminología cuando termine el colegio.
“Creo que mis hijas se merecen la oportunidad que yo no tuve”, sostiene. Acerca de si alguna de ellas quiso seguir sus pasos como mozo, su respuesta es clara: “Yo no las incentivé. La más grande tuvo ganas, pero nunca las motivé. Quiero que me superen. Papá va a trabajar, pero ellas tienen que estudiar”.
Sin embargo, sí les transmitió su amor por los libros: “Estoy contento de haberles inculcado la lectura, salieron grandes lectoras. Cuando eran chicas las llevaba siempre a la librería y las dejaba elegir lo que quisieran”.
Además, Gabi cuenta con la compañía incondicional de su mujer, Viviana León Soto. “Ella maneja un taxi. Cuando la conocí trabajaba en la cocina; fuimos compañeros de trabajo y yo le enseñé a ser moza, lo hacía muy bien”, aseguró y destacó que sin su apoyo no habría podido llegar hasta donde está hoy.
Una trayectoria incomparable
La lista de bares, confiterías y restaurantes por los que pasó Gabriel es extensa. Su primer trabajo fue en Saint Kalet, en Buenos Aires, y luego siguieron Zakoga y Blasón en Cipolletti.
En Neuquén pasó por Village, Fedra, La Barca, El Relok, Zaluzzo Pastas, Varoli Bar, Patio del Alto, Club 32, Mulligan, Café Avenida, El Vievro, El Tío, Canelo Pastelería y, más recientemente, la parrilla Carmelo.
Su experiencia también trascendió el circuito gastronómico: trabajó en Hidronor, en la Legislatura de Neuquén y durante diez años fue mozo para la empresa de servicios petroleros Transbox.
Para él, cada trabajo tiene su etapa. “Yo llego, analizo todo: los comensales, mis compañeros, el lugar… y ahí empiezo a hacer el trabajo que necesito para marcar una diferencia con respecto al resto”. Siempre bajo la misma premisa: "la bandeja y la rejilla no te pueden faltar nunca en la mano".
Hoy, a sus 69 años, sigue siendo el mismo joven que vino al sur buscando una vida mejor. Solo que ahora, carga algo más valioso que la experiencia: el cariño de generaciones que lo recuerdan por su buena atención y calidez.
Quizás por eso, cada vez que aparece entre las mesas, se escucha a alguien decir por lo bajo: “No hay cortaditos como los del Gabi”.
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