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Hermanos de fuego: el día que un veterano neuquino volvió a abrazar a su compañero de Malvinas

Después de 35 años sin saber del otro, dos veteranos de Malvinas se reencontraron de manera inesperada y retomaron el vínculo forjado en combate.

Herving y Juan Carlos se conocieron en 1982, mientras realizaban el servicio militar en Río Gallegos. Meses más tarde, fueron enviados a combatir en la Guerra de Malvinas sin saber que aquella camaradería inicial se transformaría en algo mucho más profundo: una hermandad que los acompañaría por el resto de sus vidas.

Herving Elías Vásquez nació y creció en Neuquén. Incluso, cumple años el 12 de septiembre, el mismo día que la ciudad, una coincidencia que, podría decirse, lo hace más neuquino que el viento.

A los 18 años, como tantos jóvenes de aquella época, fue seleccionado para realizar el servicio militar obligatorio. “Quedé apto y el 4 de enero me incorporaron a la colimba. El día que me fui, mis papás me acompañaron hasta la calle para despedirme. Me dieron un abrazo y mi mamá lloraba. Yo le dije: ‘Mamá, no llores, si la colimba no es la guerra. Quedate tranquila, yo voy a volver’”, recuerda.

Los meses de instrucción

En un principio fue asignado al área de servicio; luego pasó a comisión militar y, finalmente, al escuadrón de artillería antiaérea. Fue allí donde coincidió con Juan Carlos García, que había llegado al sur desde Quilmes, provincia de Buenos Aires.

En el escuadrón aprendieron a utilizar los cañones y a comprender su funcionamiento. “Yo lo entendí rápido porque toda mi vida hice mecánica acá, me crié en una familia de mecánicos electricistas. Así que cuando me explicaron, agarré enseguida. A los dos días ya estaba ducho en cómo funcionaba todo y le explicaba al resto”, cuenta Herving.

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Uno de los cañones Rheinmetall 20 mm que utilizaron durante la guerra.

Uno de los cañones Rheinmetall 20 mm que utilizaron durante la guerra.

La conexión entre ambos fue inmediata y enseguida "pegaron onda". Algo los unió desde el primer momento, como si el destino anticipara lo que les tocaría atravesar juntos. “Él era muy gracioso, me hacía reír todo el día. Es muy tranquilo y esa calma que tiene cuando te habla te termina dando gracia”, describe Herving al recordar a su fiel amigo.

El periodo de instrucción fue muy duro. Incluso los soldados más antiguos se sorprendían por el nivel de entrenamiento que estaban recibiendo los novatos. Las jornadas se extendían mañana, tarde y noche, con escaso descanso y una exigencia permanente. “Ya se sabía que esto iba a pasar, los que no sabíamos éramos nosotros”.

El inicio de la guerra

Luego de apenas tres meses de instrucción, llegó el fatídico mes de abril. Los soldados ni siquiera habían sido informados de que Argentina ya había enviado tropas a las Islas Malvinas.

“Fue como una película: íbamos en grupo caminando y un diario venía volando, se me pegó en la pierna. Agarré la hoja y decía que Argentina había tomado Malvinas, no lo creíamos, pensamos que era un chiste”, relató.

Casi instantáneamente comenzaron a ver pasar camiones y colectivos de la fuerza. Mientras se dirigían a la base, intentaban contener la incertidumbre y una pregunta se repetía entre ellos: “¿Qué va a pasar ahora?”.

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“En nuestra compañía éramos 60 soldados y 30 teníamos que ir a Malvinas. Nosotros pensábamos que los ingleses no iban a venir, así que con Juan Carlos nos anotamos para defender la patria".

Sin embargo, la noche anterior a partir hacia las islas comenzaron a surgir los primeros temores. “Teníamos miedo porque habíamos visto que bajaban unos ataúdes, de los que habían muerto cuando tomaron. Un sargento nos gritaba: ‘Así van a volver ustedes’”, confesó.

Fierro 7

El 4 de abril aterrizaron en las islas. La orden era agruparse de a tres y elegir un suboficial a cargo. Herving y Juan Carlos no lo dudaron y a ellos se les sumó César Rosetti, un “chaqueño criado en Buenos Aires”. El cabo Edgardo Remorino, de 21 años en ese entonces, fue quien quedó a cargo de Fierro 7, la posición asignada a la escuadra.

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Un recuerdo de la tierra de Malvinas.

Un recuerdo de la tierra de Malvinas.

Durante la primera semana permanecieron en una carpa en la que, según Herving, “llovía más adentro que afuera”. Luego tuvieron que cavar un pozo de dos metros y medio por cuatro, en el cual entraban parados. Para hacerlo, consiguieron postes de telégrafo que cortaban con un hacha al caer el sol. Estratégicamente, los acomodaron sobre el pozo y los cubrieron con pequeños bloques de tierra con pasto: de ese modo, no solo camuflaban la entrada, sino que también evitaban que el agua de lluvia se filtrara.

Ahí pasamos las mil y una con Juan. Él estuvo caminando entre los cadáveres que quedaron tirados durante una semana, después del primer ataque, el 1° de mayo. Ibas a buscar algo para comer y los veías ahí”.

En la isla, la guerra no era solo contra el fuego inglés, sino también contra dos grandes enemigos: el frío y el hambre. “Nos dieron de comer una semana y después había que arreglarse. Al principio había una cocina al lado de la torre de control, pero fue bombardeada. Entonces aprovechamos y nos llevamos en bolsas lo que encontramos, fideos, arroz... Lo escondíamos en cajas de municiones porque si nos descubrían, nos estaqueaban”, relató.

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Juan Carlos a la izquierda, junto a un compañero.

Juan Carlos a la izquierda, junto a un compañero.

“Si hubieras visto las comidas… Conseguimos una lata grande y ahí cocinábamos. En una lata de leche poníamos combustible y con eso calentábamos la comida. Los últimos 14 días ya no había más nada: era puro mate, que hacíamos en una lata de Coca-Cola, y la bombilla la improvisábamos con una lapicera Bic”.

El día del "bautismo de fuego"

El 1° de mayo era el cumpleaños de uno de los hermanos de Herving. Ese día, él “le estaba escribiendo una carta, apoyado en el pozo de zorro, cuando sonó la alarma. Se escuchó por la radio que una cuadrilla enemiga venía hacia nosotros, así que la carta quedó en el bolsillo. Y ahí empezó todo…”.

“Fue nuestro bautismo de fuego. Yo creía que me moría ahí, porque nunca había estado en un combate así. Más allá de lo que practicábamos en Río Gallegos, nunca. Ese día mirabas al cielo y veías una nube de cosas que se cruzaban, de todos los colores", recordó.

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“Al principio fue doloroso y triste. Cuando vi un avión explotar en el aire me descompuse, porque ahí me di cuenta de lo que era realmente la guerra: había una persona manejando eso. Ahí me cayó la ficha”. Con el paso del tiempo, los ataques ya no le afectaban de la misma manera e incluso comenzaban a presentir cuándo iban a suceder.

Unos días después, la carta que había quedado a medio escribir en el bolsillo fue finalmente terminada y enviada. “Yo me fui el 4 de abril y hasta el 14 o 15 de mayo mi familia no sabía dónde estaba. Nunca les dije que pasaba hambre ni que estaba combatiendo. Les decía que estaba bien, que no se preocuparan, que no me faltaba nada”, comentó. Recién pudo comunicarse con su madre cuando la guerra ya había terminado.

El regreso a Río Gallegos

Tras más de 70 días conviviendo en el pozo de zorro, el grupo regresó finalmente al continente. Durante su estadía en la isla, Herving había bajado casi 15 kilos y, al llegar a la base, lo primero que pidió comer fue carne y pan, aunque su cuerpo ya no le permitía comer grandes cantidades como hubiera deseado.

“Cuando llegué a los 80 kilos me dieron diez días de licencia y me fui a mi casa. No sabés lo que fue el recibimiento cuando llegué: la gente del centro cerró los negocios para ir a buscarme, todo mi barrio salió, era una caravana… Yo no me daba cuenta de lo que estaba pasando, la gente saludaba con banderas argentinas”, rememoró.

Cumplido el tiempo de licencia, y después de haber sido, como él mismo dice, “mimado más de la cuenta”, volvió a Santa Cruz, donde permaneció hasta recibir finalmente la baja, el 1 de noviembre de 1982.

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Ese día, al bajar del avión en el aeropuerto de Neuquén, fue la última vez que vio a Juan. “Fue muy triste. Bajamos todos los que vivíamos acá. Cuando salí y caminé unos 50 metros, miré para atrás y lo vi a Juan Carlos con las manos apoyadas en el vidrio, mirándome”.

Pasaron más de 30 años hasta que los amigos volvieron a verse después de aquella despedida, que aún hoy lo acongoja. Durante todo ese tiempo, nunca se comunicaron ni supieron el uno del otro.

Un reencuentro inesperado

En 2017, un numeroso grupo de veteranos viajó a Buenos Aires desde distintos puntos del país para reclamar por la falta de asistencia médica, las pensiones insuficientes y el abandono que sufrían por parte del Estado.

Algunos de los excombatientes que estaban en Neuquén conocían a compañeros de Juan Carlos y se enteraron de que había sido su compañero de pozo, su hermano de fuego. Entonces, sin que ninguno de los dos lo supiera, se propusieron reunirlos durante la manifestación.

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"Hermano de fuego es eso: en medio del combate se forja una hermandad que va más allá de la amistad, porque en algún momento los dos arriesgamos la vida para salvar al otro”, explicó. “No me imaginé que lo iba a encontrar. Cuando lo vi, lo tenía a un metro y medio y me vinieron millones de cosas a la cabeza, tanto a él como a mí. Nos miramos y empezamos a llorar”.

Sin embargo, durante la tarde los excombatientes debieron formarse por provincia, por lo que, tras un largo abrazo, tuvieron que volver a separarse. Pero ese reencuentro que había tardado 35 años en llegar podía esperar unas horas más.

El emotivo reencuentro entre dos excombatientes en Buenos Aires en 2017

“Cuando nos volvimos a juntar, me contaba que caminaba diez o quince metros y se ponía a llorar solo. A mí me pasaba lo mismo, pero del otro lado”, contó, y agregó: “Fue terrible. Estuvimos una hora hablando los dos a la vez, queríamos contarnos la vida de cada uno”.

La visita a Neuquén

Después del reencuentro, intercambiaron teléfonos y Herving logró traer a Juan Carlos a Neuquén. Durante la visita, Juan llegó acompañado por su esposa y compartieron vivencias en familia.

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Sentados alrededor de la mesa, comenzaron a reconstruir juntos aquellos 70 días en Malvinas. “Había cosas que yo me había olvidado y él me las recordaba, y otras que eran al revés. Así, entre charlas y recuerdos, fuimos armando de nuevo la película de lo que vivimos”, contó Herving.

“Hay anécdotas que, si bien fueron dramáticas por la forma en que se dieron, nos hacían reír. Estábamos ahí, a medio segundo de morir, nos mirábamos y estallábamos de risa…”, compartió. “Yo tengo siete hijos y cuando se lo conté, me cargaba. Porque en Malvinas yo le pedía a Dios volver con vida, quería saber lo que era tener un hijo, y él me decía: ‘Tendrías que haberlo pedido más despacito’”, dijo entre risas.

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Hasta la llegada de Juan Carlos, Herving nunca se había sentado a hablar en profundidad con su familia acerca de lo que había vivido en aquellos días. “Allá comíamos yuyos porque no teníamos comida. Cortábamos las raíces, las lavábamos y eso era lo que comíamos”. Durante el encuentro, Juan lo dijo sin filtro delante de todos, casi como una broma: “¿Te acordás cuando comíamos yuyos? Vos me hacías comer eso”. Herving se rió y respondió: “Bueno, te mantuve con vida”.

La vida después de la guerra

Para Herving, como para tantos que vivieron en carne propia la crudeza del combate, nada volvió a ser igual. Aquellos jóvenes que imaginaban un futuro distinto regresaron con una mochila que cargarían de por vida. Ya no quedaba rastro de la inocencia ni del brillo en los ojos con el que habían partido, impulsados por la ilusión y el orgullo de defender a la patria. Esa frescura fue desplazada por el dolor.

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“Uno se va transformando en otra persona. Yo tuve la suerte de mantener la cordura y de formar una familia grande, que a mí me ayudó muchísimo”, agradeció Herving. “Si me pongo a pensar, todo lo que viví no tuvo sentido, porque ni siquiera ganamos. No gané nada: solo enemigos, e incluso perdí amigos”, reflexionó.

“Pero me quedó mi amigo Juan. Cada tanto charlamos y es una caricia al alma, porque nunca hablamos de Malvinas, jamás. Siempre hablamos de cómo estamos, de nuestros hijos, de las cosas que nos pasan. Con eso alcanza, está bien”. Su historia demuestra, que a pesar de que Malvinas sembró heridas imborrables, también dejó una hermandad que sobrevivió al tiempo, a la distancia y al dolor.

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Hoy, Herving vive despacio. Ya no corre contra el tiempo como en aquellos primeros años, cuando sentía que la vida podía terminar en cualquier momento. “Me quería comer la vida —confesó—. Iba a pasos agigantados porque pensaba que no me quedaba mucho. Quería ser feliz, correr, saltar, jugar al fútbol, tocar la guitarra, bailar, comer asado… porque no sabía cuándo me iba a ir”.

Hoy, más tranquilo, aprendió a habitar el presente y a valorar cada instante, disfrutando de su mujer, sus hijos y sus nietos: aquella familia que —en las noches de frío, hambre y miedo—, tanto le pedía a Dios cuando estaba en Malvinas.

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