En la política argentina, el balcón no es sólo arquitectura: es escenografía de los grandes discursos del poder, de la democracia, de la gloria y también del derrumbe.
Hay balcones que se abren al clamor popular, otros que celebran victorias dudosas, y algunos que permanecen prohibidos como símbolo del encierro. En la política argentina, el balcón no es sólo arquitectura: es escenografía de los grandes discursos del poder, de la democracia, de la gloria y también del derrumbe.
Desde Eva fundida en un abrazo con Perón, hasta Macri bailando torpemente sobre una plaza dividida, los balcones condensan momentos en los que la historia se muestra sin filtro, en carne viva.
Desde los albores del peronismo, el balcón de la Casa Rosada se convirtió en un símbolo cargado de mística. Fue allí donde Juan Domingo Perón construyó su vínculo directo con “la masa” y donde Evita, frágil, pero incandescente, selló con un abrazo público uno de los gestos más potentes de la historia política nacional.
En Neuquén, la imagen de Raúl Alfonsín junto a Felipe Sapag, tomados de la mano saludando desde la Municipalidad neuquina en 1983 es capaz de, por sí sola, resumir el espíritu de una época que, luego de muchos años, volvía a creer en la república y en la democracia.
Los balcones de entonces no eran solo plataformas elevadas: eran altares laicos donde se pronunciaban promesas, se tejían liderazgos y se movilizaban emociones colectivas.
Sin embargo, el simbolismo del balcón como escenario del poder no es exclusivo del homo argentinus. Uno de los momentos más emblemáticos en la historia del siglo XX ocurrió en Londres, el 8 de mayo de 1945, cuando Winston Churchill salió al balcón del Ministerio de Salud Pública, en Whitehall, para saludar a una multitud enfervorizada.
Era el Día de la Victoria en Europa, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Churchill, con su clásico habano en la boca y en compañía de la familia real, alzó la mano con su clásico gesto de la “V” de victoria. Ese breve momento condensó la euforia de un pueblo exhausto pero triunfante, y transformó el balcón en un símbolo de alivio, unidad y renacimiento. Una postal de cómo el liderazgo puede mostrarse, no con grandilocuencia, sino con presencia.
Pero no todos los balcones fueron escenarios de gloria o conexión genuina con el pueblo. Algunos cargan con el peso de la mentira, la manipulación y el autoritarismo.
El 1° de mayo de 1974, desde el balcón de la Casa Rosada, Juan Domingo Perón vivió uno de los días más contradictorios de su última presidencia. Frente a una Plaza de Mayo dividida, donde se enfrentaban los gremios y la militancia de Montoneros, Perón estalló contra los jóvenes rebeldes. En un tono seco y autoritario, los tildó de “imberbes” y “estúpidos que gritan”. Lo que debía ser un acto de unidad se transformó en una ruptura emblemática: Montoneros se retiró de la plaza y ese balcón pasó a ser un símbolo de la violencia política que se avecinaba.
El 10 de abril de 1982, en plena euforia artificial por la recuperación de las Islas Malvinas, el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri se asomó al balcón de la Casa Rosada para lanzar su frase más recordada: “¡Si quieren venir, que vengan, les presentaremos batalla!”. Frente a una Plaza de Mayo colmada por la propaganda, el balcón no fue entonces un espacio de representación democrática, sino una plataforma desde donde el poder militar intentó tapar el desprestigio con épica bélica. Ese discurso, que pretendía coraje, escondía la desesperación de un régimen en retirada, y anticipaba una tragedia nacional con cientos de jóvenes muertos, miles con cicatrices permanentes y una nación humillada.
Ese fue el balcón más triste de nuestra historia.
En tiempos más recientes, el balcón se transformó también en escenario de espectáculo y teatralidad. Uno de los momentos más recordados es el de Mauricio Macri, al ritmo de la cumbia celebrando con un baile torpe y burlón en el balcón de la Casa Rosada, una imagen que rápidamente se viralizó y generó reacciones de todo tipo. Ese instante simboliza cómo la política, más allá del contenido, puede volverse espectáculo: un show donde la forma muchas veces desplaza al fondo, y donde la espontaneidad —o la falta de ella— se convierte en noticia.
Hoy, con Cristina Kirchner confinada en su departamento de San José 1111 en la Capital Federal, ese mismo espacio simbólico transforma una firme condena judicial por corrupción, en una nueva puesta en escena de rebeldía. Una vez más, aunque de manera novedosa, el balcón, como escenario, vuelve a decir más que las palabras.
La imagen de la expresidenta presa en su domicilio, pero muy cerca de sus partidarios y fanáticos, transforma ese espacio en un símbolo de poder contenido y resistencia. Más que un simple arresto domiciliario, el balcón resignificado se vuelve escenario de una lucha política que se traslada de lo físico a lo simbólico. Mientras antes los líderes se mostraban abiertos y visibles, hoy ese mismo balcón puede reflejar el aislamiento, la censura y la disputa por la narrativa del poder.
En ese sentido, hoy el balcón se resignifica como símbolo de las tensiones entre la democracia y la justicia, entre la representación y la realidad.
Los balcones de la política argentina han sido testigos privilegiados de la historia: escenarios de júbilo y de caída, de promesas y mentiras, de proximidad y de distancia. Hoy, mientras muchos esperan señales desde esos espacios elevados, la política parece trasladarse a otros ámbitos: las redes sociales, los medios… y la justicia.
SI bien el balcón sigue siendo un símbolo poderoso, la pregunta es si todavía nos refleja como sociedad o si ya es solo un vestigio de tiempos en que el poder se mostraba sin intermediarios.
En Neuquén, la política actual parece haberse constituido —quizás sin proponérselo— en oposición al balcón. Mientras a nivel nacional muchos líderes siguen eligiendo las alturas para hablarle a las masas, el gobernador Rolando Figueroa se presenta con frecuencia en escenarios a ras del suelo, en plazas, calles o actos donde la distancia física entre dirigente y ciudadanía se reduce al mínimo. Si el balcón puede ser entendido como un altar que eleva a quien lo ocupa por encima de los demás, aquí la política se representa de forma horizontal: con contacto directo. Donde los líderes nacionales discursean desde lo alto, rodeados de custodios, la neuquinidad busca un escenario distinto, donde la representación no necesita altura y lejanía, sino presencia en el territorio.
En un país donde el contacto directo con la gente se pierde, tal vez haya que dejar de mirar hacia arriba. Quizás la política de este tiempo no se construya desde balcones ni púlpitos, sino desde el llano: ese lugar imperfecto, polvoriento, donde todavía se puede caminar al lado del otro. Donde no hace falta elevar la voz para ser escuchado, y donde el gesto más simple —una mano extendida, una escucha atenta— vale más que mil discursos.
Tal vez sea hora de buscar nuevos escenarios. No más altos, sino más humanos. Y desde allí, volver a intentar eso tan difícil y urgente: construir diálogo y sembrar esperanza.
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