A casi 15 años de su muerte, ninguno de estos espacios públicos, lleva aún el nombre del hombre que cambió el destino de los neuquinos, para bien, como quizás nadie lo haya hecho en la historia de la provincia.
Esta semana, el COPADE cumplió años y sus jóvenes funcionarios festejaron que una provincia como Neuquén, que tan postergada estaba en el pasado, haya tenido la fortuna de contar con un organismo de planificación de avanzada, capaz de gestionar los más complejos y ambiciosos proyectos de desarrollo.
Algo parecido sucede cada vez que la Universidad del Comahue cumple años y se celebra que Neuquén tenga una casa de altos estudios gratuita y de calidad, gracias a la cual miles de egresados pudieron y podrán, encontrar su destino como profesionales y con ellos, la Provincia del Neuquén el suyo propio.
Todavía siguen llegando familias a Neuquén de a miles todos los años, asombrados por un plan de salud pública de avanzada, mediante el cual los males más complejos pueden ser tratados y sin pedir nada a cambio, solo por el hecho de que detrás de esa dolencia, haya una persona.
Los dirigentes políticos más destacados, permanentemente, se ufanan de su provincialidad, de no tener que rendirle cuentas a ningún partido político nacional, del federalismo que en Neuquén late con más fuerza que en las restantes 23 provincias.
Sin embargo, los mismos líderes del presente, que hacen suyas esas poderosas armas del bien, parecen haber olvidado que en todos esos hitos y en muchos más, hay un factor común, un hilo conductor, un ingrediente clave sin el cual, probablemente, nada de eso hubiera sucedido.
No es ningún misterio, está implícito en el título de esta nota. Pero seguramente aun omitiendo el encabezado, quienes hayan leído estos párrafos y conozcan una pizca de la historia neuquina, sabrían de antemano que estamos hablando nada más, ni nada menos que de Felipe Sapag.
Hay algo que no encaja: En todo el planeta, casi sin excepción, las sociedades hacen reconocimientos a sus máximos líderes, para que las futuras generaciones tengan ejemplos a seguir y eso es un enorme capital cultural. Digo casi sin excepción, porque Neuquén es una de ellas.
En Neuquén sobran edificios públicos que son considerados hitos y se destacan importantes rutas que conectan ciudades, personas y actividades económicas. En su Capital, pujante, nacen avenidas prácticamente todos los años, a la par del desarrollo vertiginoso e incesante.
Sin embargo, a casi 15 años de su muerte, ninguno de estos espacios públicos, lleva aún el nombre del hombre que cambió el destino de los neuquinos, para bien, como quizás nadie lo haya hecho en la historia de la provincia.
Pero no hay que confundirse: Felipe Sapag no merece una ruta o una avenida con su nombre por haber sido el precursor del COPADE, la UNCO, el plan de salud neuquino, ni el máximo referente del federalismo en Argentina. Tampoco por haber ganado numerosas elecciones, o permanecido en el cargo de Gobernador por más años que ningún otro.
La Avenida Felipe Sapag tiene que existir, porque a pesar de haber hecho todo eso y mucho más, su mayor obra fue no haber perdido nunca la humildad, luego de haber logrado tanto. Ese es el mayor ejemplo, ese es el deber ser que podría ser instalado en nuestra sociedad.
Al menos alguna de las calles que él caminó al final de su vida, con un brazo detrás de su ya encorvada espalda, sin custodio, con la conciencia tranquila, merece que sea bautizada con su nombre, para que nosotros, que las transitamos ahora, tengamos la conciencia tranquila, de que fuimos capaces de comprender su enseñanza, que no consiste en un manual de conducción política, sino en una guía para la vida personal.
Como un boomerang, esa Avenida no es necesaria para ensalzar su figura personal, sino para nosotros mismos, ya que terminará siendo un sendero de servicio al prójimo y amor desinteresado, para que nosotros recorramos como sociedad de ahora en más.
Que los aires de “felipismo” no rebroten solo para suscitar confianza en una elección. Más bien, que crezcan con fuerza como parte de políticas de Estado serias, destinadas a revalorizar nuestra identidad, para que líderes espirituales como también lo fueron Marcelo Berbel, Gregorio Álvarez o Jaime de Nevares, entre otros, no queden en la mezquindad del olvido, sino en la generosidad del eterno ejemplo.
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