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Boca en la cima del mundo: la charla de Bianchi que unió al equipo para ganar la final soñada

El 28 de noviembre de 2000, Boca le ganó a un Real Madrid galáctico la Intercontinental. El Virrey metió cambios clave y Palermo y Riquelme batallaron a la par.

La grieta era clara. Y si Boca no estaba partido al medio era porque, en realidad, estaba dividido en más de dos partes. Un par de ellas, muy fuertes y distantes; y una tercera, en un punto más neutral, hasta componedor, con un perfil más bajo. Sin embargo, aquel Boca del 2000 cuando entraba a la cancha era una unidad imponente, un equipo, una montaña imposible de dinamitar en cuya cima estaba parado un hombre con una madeja ondeada de pelo blanco que contorneaba su calva. Los técnicos no juegan, no meten goles ni los evitan, pero son gestores. Pero no ese gestor que lleva y trae a la hora de hacer un trámite en alguna administración pública, sino el que decide, el que influye, el que tiene más autoridad que el resto. Y si son de los buenos, hacen la diferencia. Por eso, en este caso, la cima era indiscutidamente de Carlos Bianchi, que manejaba la térmica de aquel conjunto de enorme presencia que hace 20 años le dio Boca la segunda Copa Intercontinental en su historia nada menos que ante el Real Madrid. Y lo hizo a fuerza de fútbol, de sencillez y, especialmente, de personalidad.

Porque el Boca de Bianchi desbordaba en eso, en personalidad, y su entrenador, en autoridad. Reglas claras, palabras concretas. Como dice César Luis Menotti, que el jugador sabe quién es el entrenador desde el momento en que abre la puerta, Carlos Bianchi hablaba y sintetizaba las virtudes de un técnico que sabía lidiar con figuras. Y no le importaba si había roces entre ellas, tenía claro que era una posibilidad tanto como que no se trataba de un equipo de amigos sino de un equipo de fútbol. Palermo, Guillermo y Gustavo Barros Schelotto, Abbonzanzieri, Barijho de un lado… Riquelme, Delgado, Traverso, Ibarra del otro… Bermúdez, Serna y Córdoba, los colombianos, los neutrales, los componedores, los tres muy respetados por los otros bandos, al igual que Pepe Basualdo, una suerte de tercera posición. Pero ese Boca no era “el de Palermo” ni “el de Riquelme”, era –y es- “el Boca de Bianchi”, con el aura de un entrenador que, quizá, tenía el celular de Dios, pero entendía cómo manejarse en la tierra. Con claridad y sin dobleces.

Jugar contra el Real Madrid era un desafío que no lo intimidaba, en absoluto. Tenía su ego Carlos Bianchi, y en ese gigante universo personal no entraba la posibilidad de saltar a la cancha pensando en que el superpoderoso campeón de Europa le metiese la menor cantidad de goles posible, no había chances de conformarse con la posibilidad de una derrota digna. Él quería ganar y así preparó al equipo. Pero para ganar, antes debía llegarles a los jugadores. Cuando todavía no era el Virrey de Liniers ni el Rey de La Boca, ni siquiera el que en sus años de centrodelantero goleador asumió que el perfume y el acento francés le quedaban bien, Carlitos (así lo bautizaron, por Gardel) fue un porteño criado en la barriada de Villa Real, que de pibe laburaba de canillita para su papá, Amor. Que pateó la pelota en el potrero antes que en el club; que manejaba los códigos de la calle con conocimiento y participación directa, como cuando, ya más grande, encerró en un baño a un noviecito de su hija que se había pasado de la raya y le puso los puntos según él entendía la hombría (carácter que heredó de su papá, que cuando un jugador del Barcelona fracturó a su hijo, en 1974, quiso entrar a la cancha a ajusticiar personalmente al agresor). Bianchi se sentía seguro de lo que su equipo podía dar en el Estadio Nacional de Tokio frente al Madrid, pero más seguro se sentía de lo que él podía darle a su equipo antes de jugar contra ese conglomerado de figuras, donde sobresalía Luis Figo, el mejor jugador europeo del momento.

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Los galácticos del Real Madrid contra Boca, con Casillas, Hierro, Figo, Roberto Carlos y Raúl, entre otras estrellas.

Los galácticos del Real Madrid contra Boca, con Casillas, Hierro, Figo, Roberto Carlos y Raúl, entre otras estrellas.

Consciente de que su plantel se movía en “grupitos” fuera de la cancha, tenía que agarrar fuerte el timón para que la nave se mantuviese firme y esos “grupitos” se transformaran en “el grupo” que necesitaba para ganar la Intercontinental. No estaba satisfecho con algunas prácticas de fútbol, en especial las últimas antes del partido. Algo faltaba. Guillermo-Palermo ya no era la sociedad perfecta porque el Chelo Delgado había desplazado al Mellizo. Bianchi sabía que esto podía afectar emocionalmente a su gran goleador, porque el amigo no estaría a su lado y, en cambio, sí estaría el amigo de su enemigo, Riquelme. Por eso, con el “timing” justo, se puso una vez más por encima de todos en el momento indicado. Y a pocas horas de jugar, reunió al plantel y le habló en tono paternal, apelando a tocar las fibras más íntimas de los jugadores y ejerciendo la motivación desde la deuda. Les dijo que en esa instancia a la que habían llegado, después de haber ganado trabajosamente la Copa Libertadores unos meses antes, después de haber estado en Tokio los últimos 10 días sufriendo juntos el jet-lag de 12 horas y preparándose para jugar la final de sus vidas, eran como de su familia, y que en el último tiempo había pasado más horas con ellos que con sus hijos… No le hizo falta decir que le resultaba inadmisible, casi una traición, que alguien eventualmente no le pasara la pelota a otro porque no le tenía simpatía ni tampoco aclarar que le desagradaba que un titular le sugiriera que prefería que jugase uno que él había decidido que sería suplente sólo porque era su compinche fuera del campo de juego.

Dos más dos es cuatro, y aunque el fútbol no es una ciencia exacta, en el manejo de vestuario, el respeto se gana con acciones. Un día después de esa charla, Boca se comió crudo al Real Madrid. Sufrió lo lógico que se puede sufrir en una final, pero nunca la pasó mal. Le ganó en concentración y aplicación del plan de juego; le ganó en solidez; le ganó en hambre de gloria, en ganas de ganar. Y si al gigante de Europa, decían, le daba lo mismo qué resultado podría tener el partido, ese pensamiento lo tenía en la previa, posiblemente porque estaba convencido de que ganaría aun sin prestarle mucha atención a la final. Pero con la medalla de subcampeón en el pecho, con el festejo todo del otro lado, incluido el de la multitud que había viajado desde la Argentina y brindaba un espectáculo lleno de cantos y color en la tribuna, ninguna de las estrellas del Real Madrid lo vivió con simpatía. La cara del portugués Luis Figo luego del partido fue la síntesis perfecta.

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Uno de los recordados aciertos de Bianchi: Matellán anuló a Luis Figo, Balón de Oro ese año.

Uno de los recordados aciertos de Bianchi: Matellán anuló a Luis Figo, Balón de Oro ese año.

Y a propósito de Figo, la mano de Bianchi, claro está, no solo se vio fuera de la cancha, en la composición espiritual del equipo, sino en las decisiones técnico-tácticas. Y una de ellas, quizá la más sobresaliente, haya sido una modificación que sorprendió a todos los que estaban en Tokio y también a los que seguían la previa desde la Argentina, pero no fue improvisada: que Aníbal Matellán marcase a Figo. “¿Matellán?”, se preguntaban los periodistas, muchos de ellos horrorizados, y a través de sus miradas e interpretaciones, también se lo planteaba el grueso de la gente. Luego de ganar la Copa Libertadores, Boca había vendido a Europa a dos piezas clave de su defensa: Walter Samuel y el Vasco Arruabarrena, la mitad izquierda de la línea defensiva. Y Matellán, que tenía 23 años, era un duro zaguero que en la inevitable comparación con su antecesor, Walter Samuel, perdía. Claramente no estaba consolidado a la vista del gran público. Sin embargo, a los ojos de Bianchi sí. Se recuerda una frase del DT, tras la venta del zaguero a la Roma, diciendo que su reemplazante sería “Samuel”. Nadie entendió nada entonces ni sospechó que era todo un anticipo: pocos repararon que el segundo nombre de Aníbal Matellán es, justamente, Samuel.

Para frenar el ataque del Real Madrid, la dupla central fue Bermúdez-Traverso. Y en ese contexto, Bianchi se la jugó por Matellán como lateral izquierdo con una parada bravísima, porque lo convenció de que podía marcar sin ningún problema al Balón de Oro de ese año. Y Matellán borró de la cancha a Luis Figo, mostrando un rendimiento tal alto que resultó determinante para que el Schalke 04 alemán, seis meses después, se lo llevara a jugar la Bundesliga. Y otra jugada “muy Bianchi” tuvo que ver con José Basualdo, posiblemente su jugador fetiche. El Pepe tenía en la cabeza todo lo que en el fútbol no pasa por los pies, como el manejo de los tiempos y el orden táctico. Cuentan que cuando Bianchi personalizaba sus indicaciones, incluso cuando retaba a sus jugadores, generalmente salteaba a Basualdo, con quien ya había ganado todo en 1994, cuando estuvieron juntos en Vélez. ¿Por qué, entonces, fue una jugada “muy Bianchi”? Porque el futbolista, que ya tenía 37 años y 19 de carrera, no venía siendo titular en los últimos encuentros y el técnico lo consideraba un jugador para partidos importantes. Y vaya si lo era el Real Madrid… Los periodistas que cubrían Boca en aquellos tiempos, ávidos por saber cómo sería el equipo desde varios días antes del partido en Tokio, tantearon al Pepe porque, aunque seguramente sería suplente, de tanto conocer a Bianchi los podría orientar con la formación titular. Y la respuesta que recibieron los descolocó: “No sé los demás, pero yo juego”.

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Los once de Boca: Ibarra, Bermúdez, Córdoba, Riquelme, Traverso, Matellán, Serna, Battaglia, Palermo, Delgado y Basualdo.

Los once de Boca: Ibarra, Bermúdez, Córdoba, Riquelme, Traverso, Matellán, Serna, Battaglia, Palermo, Delgado y Basualdo.

Palermo, Riquelme y nueve más…

En la Argentina, todos estaban pendientes de qué ocurriría en la mañana del 28 de noviembre (noche en Japón). Tan pendientes que Canal 7, durante el programa Desayuno que conducía Víctor Hugo Morales, puso imágenes de lo que ocurría en el partido en Tokio a través de un monitor, intentando brindar un servicio a la gente que no había pagado el “codificado” y burlando a la señal privada por la cual llegaba la final Intercontinental. Eso, además de generar una demanda contra el canal y el propio Víctor Hugo, mostraba que todo el país estaba pendiente de qué pasaría con el Boca de Bianchi. Los españoles, en cambio, esencialmente miraban al 9, al optimista del gol. Era Martín Palermo la “estrella” internacional de aquel Boca desde los ojos del exterior. La prensa de España conocía sus virtudes y si había alguien a quién temerle, era a él. Detrás, aparecía el joven número 10, Juan Román Riquelme, quien con 22 años todavía era más una promesa (siempre según los ojos de la prensa de España).

Justamente eran los dos referentes de los grupos antagónicos dentro del plantel, una disputa que se sostuvo a lo largo de los años y que, incluso, se profundizó. Pero siempre fuera de la cancha. Adentro se complementaron y dieron lo que tenían (mucho, por cierto) en beneficio del equipo. Aunque a Palermo le gustaba más jugar con Guillermo, Bianchi eligió a Delgado y a los tres minutos del partido contra el Real Madrid, Martín entró por el segundo palo para conectar el centro del Chelo que había desbordado por la izquierda aprovechando un muy buen pase largo de… Matellán. Boca ganaba 1-0 con una jugada que conectó al futbolista que nadie (salvo el DT) podía entender que fuese titular con un amigote de Riquelme que, si hubiese sido por Palermo, no hubiese jugado. Todo a pedir del Virrey.

1er gol de Palermo al Real Madrid (relato: Alejandro Fantino)

Y tres minutos más tarde (a los seis del primer tiempo), otra vez Palermo apareció para acomodarse y definir el 2-0, aprovechando una preciosa asistencia profunda de su “enemigo” Riquelme, quien recibió la pelota en su campo de un compañero que se la había quitado a uno del Real Madrid y cortado el avance rival. ¿Quién? Sí, Basualdo, el que era suplente para todos, menos para él mismo… y para Bianchi, que se anotó otro punto en su tarjeta.

2do gol de Palermo al Real Madrid (relato: Alejandro Fantino)

Resultó tan claro el dominio de Boca, la presencia del equipo dentro de la cancha, que no pasó demasiados sobresaltos contra el poderoso equipo de Vicente del Bosque, aunque enseguida tuvo un remate de Roberto Carlos que hizo tambalear el arco de Oscar Córdoba y a los 12 minutos descontó, otra vez con un bombazo del brasileño. Pero a partir de ahí, Boca cerró filas del centro para atrás y le dio la pelota a Román. Palermo ya había hecho lo suyo, dos goles; ahora le tocaba el turno a Riquelme, de poner la pelota bajo la suela y planchar el partido cual tintorero (japonés, desde ya).

Riquelme vs Real Madrid - Intercontinental 2000

Y así fue hasta el final que no sorprendió a Boca siendo campeón, sino que consolidó a ese equipo como ganador de la final y, al cabo, el mejor del mundo. Al menos por ese partido, en el que fue superior táctica y técnicamente. Y emocionalmente, porque antes que con los pies lo empezó a ganar con la cabeza. Con la de los jugadores y la de su técnico, que desde la cima indicó el camino. Cuando terminó el juego, Guillermo corrió a abrazarse con Palermo, y el Chelo Delgado hizo lo mismo con Riquelme. Los grupos seguían marcados, pero la final ya había terminado. Cuando se jugó, la ganó Boca e hizo historia. Simplemente porque fue “un equipo”. Y fue mejor que el Real Madrid.

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