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La Mañana Robledo Puch

El nacimiento del Ángel de la Muerte: a 50 años del primer asesinato de Robledo Puch

Con tan solo 19 años, mató por la espalda a la víctima con la que le dio inicio a un raid desenfrenado de crímenes. La estremecedora historia.

El 19 de enero pasado, Carlos Eduardo Robledo Puch cumplió 69 años. Una celebración que desde hace 49 años le llega dos semanas antes de otra: la del 4 de febrero, el día de su ingreso a la cárcel. El Ángel de la Muerte lleva compartidas esas dos fechas, separadas por 15 días, en un lapso que equivale a más de dos tercios de su vida. Sólo él -quizás- en su interior debe saber qué significan cada uno de esos aniversarios; como también únicamente su cabeza pueda procesar otras tantas cosas que, a juzgar de los acontecimientos que lo convirtieron en noticia hace medio siglo, hoy todavía lo mantienen como un caso único: al máximo asesino serial de la historia argentina, nunca le concedieron ningún tipo de libertad.

Hijo de Víctor Robledo Puch, empleado de General Motors, y de Aida Habedank, técnica en química, la familia vivía en el partido bonaerense de Vicente López. El deseo del padre era que su muchacho llegara a la Facultad de Ingeniería y por eso lo mandó al colegio Industrial en San Fernando, al norte del Conourbano. Pero las cosas no funcionaron para el joven Robledo, un chico de clase media que además estudiaba piano e idiomas (alemán, en honor a la descendencia materna, e inglés). El conocimiento lo incorporaba fácil, pero no la disciplina. Repitió el primer año del Industrial y debió cambiar de colegio, donde por un robo quedó al borde de la expulsión. Se ponía difícil enderezar a “Carlitos”, como lo llamaban los más cercanos, y entre el “estudiás o trabajás” -una imposición paterna común en los años 60- el padre aceptó la propuesta de su hijo, quien dijo que no iría más a la escuela porque se dedicaría a los negocios: pondría un taller de motos gracias a los conocimientos que había adquirido en el Industrial. Pero más que pensar en un negocio comercial, su tiempo lo pasaba pensando en el negocio del delito.

En esa época conoció a Jorge Ibáñez, quien sería su primer socio-cómplice. Un poco más grande que Robledo, más que incorporarlo al delito, lo incorporó al vehículo más seguro de la delincuencia, el uso de las armas. Y junto a él, hace 50 años, Carlos Robledo Puch cometió su primer homicidio e inició un camino furioso de robos, sangre y muerte.

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Ya venían robando juntos y por separado. La amistad entre ambos se fortificaba a medida que los sucesos ocurrían y los dos, especialmente Robledo, lo veían como algo sencillo de hacer. Robar le resultaba fácil. La pareja, que había comprado a medias un Fiat 600, se puso de acuerdo en dar un atraco puntual: un negocio de repuestos de autos en la zona de Olivos, no tan lejos de donde vivían. La personalidad psicópata de Robledo comenzaba a aflorar, porque estaba ansioso por usar en serio el revólver que ya manejaba como una extensión de su mano. El ingreso al local fue de una simpleza extrema: sin la necesidad de forzar nada, trepó por la pared de una estación de servicio vecina, de ahí al techo de esa casa y entró por la claraboya al baño, algo que fue apenas un trámite.

Robledo Puch e Ibáñez ya estaban dentro del comercio, pero más allá de llevarse dinero y mercadería (repuestos, básicamente), la verdadera adrenalina pasó por dañar mucho más allá de un simple robo. El chico de 19 años, con rulos rubiorojizos, ojos claros y una angelical cara de niño, entró a la habitación en la que dormía el encargado del negocio junto a su mujer y a la beba de ambos. Estaban acostados en camas separadas y Robledo, sin ninguna necesidad más que el goce de matar, disparó dos veces contra el hombre, llamado José Bianchi. Esos tiros de muerte alcanzaron a despertar a la mujer, quien también fue víctima del arma del asesino, pero el único balazo que recibió no alcanzó a matarla sino que la dejó moribunda. Como si fuera poco, Ibáñez sintió que el botín merecía completarse violando a la joven madre agonizante. Ambos salieron triunfales y excitados por el logro aunque, claro está, no fue el crimen perfecto que quizá Robledo Puch imaginó, porque la mujer, abusada sexualmente y gravemente herida en el pecho, pudo arrastrarse y pedir ayuda en la estación de servicio.

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Casi una década después, el 27 de noviembre de 1980, el Ángel de la Muerte fue condenado a “Reclusión Perpetua por tiempo indeterminado” culpable de 11 homicidios (más una violación, dos secuestros, una tentativa de homicidio y 17 robos a mano armada). Once crímenes cometidos entre el 3 de mayo de 1971, cuando tenía 19 años, y el 3 de febrero de 1972, 15 días después de llegar a los 20 y un día antes de ser arrestado por el resto de su vida. Aunque la precisión del calendario obligue a aclarar que en todo este tiempo Robledo Puch estuvo tres días fuera de la cárcel, cuando a mediados de 1972 se escapó de la Unidad 9 de La Plata hasta que la policía lo recapturó. Desde entonces estuvo siempre preso.

“Robledo Puch es un psicópata, no un neurótico. Los neuróticos sufren ellos, los psicópatas hacen sufrir. Son agravantes la modalidad de los hechos, la inutilidad de las muertes y la incorregibilidad del procesado”, dijo el fiscal Alberto Segovia en el alegato ante la Sala I de la Cámara de Apelaciones de San Isidro que sentenció al asesino. La argumentación de la fiscalía apuntó a desarticular la declaración del doctor Elías Klass, perito psiquiátrico puesto por la defensa, quien había explicado que “Robledo Puch tenía rasgos esquizofrénicos y paranoicos” y posiblemente también una lesión cerebral que lo había convertido en un asesino despiadado. Pero nada de eso fue tomado en cuenta como referencia cierta por los jueces, quienes lo encontraron culpable de 11 asesinatos a sangre fría. Para ellos no había neurosis alguna, sino pura psicopatía. La misma impresión que dejó el médico forense más famoso de la Argentina, Osvaldo Raffo, quien después de haber entrevistado más de 25 veces a Robledo, no dudó en definirlo como un “psicópata perverso”. Según reveló Raffo ante el periodista Rodolfo Palacios, autor de “El Ángel Negro”, al joven criminal “lo torturaron largo y tendido. Yo estaba en ese lugar pero no vi nada. Pobrecito. Pero, más allá de eso, los crímenes los cometió él. No sé si 11. Quizá menos o quizá muchos más”.

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Robledo Puch confesó todos sus homicidios aunque denunció que lo hizo porque había sido torturado en una pieza de la Comisaría 1ª de Tigre, donde, dijo, le aplicaron picana eléctrica para reconocer que él era el responsable de todas las muertes. Según le contó al periodista Palacios, “siempre quisieron matarme. Sé muchas cosas. Mi causa fue armada por dinero. Tenían que encontrar un culpable a toda costa. Confesé que había matado a todas esas personas porque habían amenazado con asesinar a mis pobres padres y me torturaron, pero fueron peores los tormentos psicológicos”.

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Fue un 3 de mayo de hace 50 el día en que Carlos Robledo Puch tuvo su viaje iniciático al más allá del crimen. Había pasado de la simple categoría de ladrón a la de asesino y desde entonces fue como que nada detuvo su sed. Recién su propia torpeza lo hizo quedar expuesto y ser atrapado por la policía. Pero eso ocurrió nueve meses más tarde. Antes, el 15 de mayo, apenas 12 días después de haber acabado de dos tiros con la vida de José Bianchi, siguió con su saga que lo transformaron en asesino en serie. En el boliche “Enamour” de Olivos, volvió a entrar de madrugada con Ibáñez y llevarse dos millones de pesos en efectivo: una fortuna. Pero su verdadera riqueza pasaba por otro lado y luego de descubrir en una habitación a dos hombres, llamados Pedro Mastronardi y Manuel Godoy, los fusiló y mató. Ambos estaban dormidos, ni enterados de que alguien robaba el local. “¿Qué quería, que los despertara?”, fue su curiosa respuesta a la pregunta de por qué los baleó si estaban durmiendo.

La secuencia siguió el 24 de mayo, cuando se metieron de madrugada en un supermercado, aunque el sigilo no alcanzó para que el sereno del lugar, Juan Scattone, sostuviera su sueño. Tampoco pudo sostener su vida, porque cuando intentó ver el porqué de los ruidos, se encontró con la ráfaga de balas de Robledo Puch, quien se cargó su cuarta muerte en tres semanas. Robó junto a Ibáñez cinco millones de pesos y éste quiso que entre los festejos hubiese una mujer que deseaba, Virginia Rodríguez: el encuentro se dio el 13 de junio y el amigo de Puch casi que violó a la chica en el asiento trasero de un auto mientras Robledo estaba afuera, sin participar de ese acto. En cambio, sí lo hizo del siguiente, cuando la chica abandonó el coche y se fue, éste le disparó por la espalda y con saña, pegándole cinco balazos mortales. Una escena muy similar a otra que ocurrió 11 días después, con otra jovencita (Ana Dinardo) deseada por Ibáñez y a la que Robledo ultimó de siete tiros y un octavo que destrozó una de sus manos.

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Robledo Puch mostraba una perversidad absoluta y nada le importaba más que ganar plata (robándola, claro) y matar, un postre que para él terminaba siendo el plato principal. Antes de su séptimo asesinato, Jorge Ibáñez murió en un accidente de auto, viaje que compartía con su amigo. “Carlitos” comenzó a trabajar con un nuevo socio, a quien había conocido un par de meses antes, de nombre Héctor Somoza. Juntos quisieron robar un supermercado (“Rolón”, en la localidad de Boulogne) pero no pudieron encontrar el dinero, en cambio el “Ángel de la Muerte” sí encontró al sereno, Raúl Delbene, quien recibió un balazo en el pecho cuando quiso acercarse a ver qué ocurría. Entre el 17 y 25 de noviembre de 1971, la nueva dupla delictiva quiso robar dos concesionarias de autos, siempre de madrugada: “Automotores Pasquet”, donde Robledo asesinó al sereno Juan Carlos Rosas, quien también estaba durmiendo; y “Puigmarti y cía.”, donde Serapio Ferrini recibió dos balazos fatales.

El 19 de enero de 1972 había cumplido los 20 años y tenía nueve muertes cargadas en sus hombros, y el 3 de febrero fue por una más, otro robo pero esta vez dos crímenes: uno contra Miguel Acevedo, cuidador nocturno de una ferretería, a quien mató de dos tiros antes de ponerse junto a Somoza a abrir la caja fuerte con un soplete. La labor estaba casi concluida, pero su socio le hizo una broma que inquietó a Robledo, quien contestó con un balazo. Su último asesinato fue a su propio cómplice, pero con un descuido imperdonable para quien quería seguir viviendo del delito: con el soplete quemó la cara y las manos de Somoza, para que no pudiera ser identificado, pero no revisó que en sus bolsillos tenía su documento. Así, al día siguiente, el 4 de febrero, la policía puso fin a las aventuras criminales de Carlos Robledo Puch.

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Hoy sigue encerrado en el Penal de La Plata. Ningún juez acepta sus pedidos de libertad de cualquier tipo, siendo el preso con más años consecutivos en una cárcel argentina. “Todos los días muero un poco”, dijo hace un tiempo en una entrevista. En enero del año próximo cumplirá 70 años y podría pedir, por ley, al menos la prisión domiciliaria. Pero la ley, también, faculta a los jueces a negarle ese beneficio si lo consideran una persona que puede dañar a la sociedad estando fuera de la cárcel. O tal vez, dañarse a sí mismo, como insinuó en una declaración tiempo atrás: “Añoro el mundo exterior porque no he vivido nada, pero sé que afuera podría morir de tristeza”.

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