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La Patagonia albergó campos de concentración indígena en 1880

Se instalaron en la época de la expansión de la frontera en Valcheta, Chichinales, Chimpay y Junín de los Andes. Recluían a familias enteras que eran usadas como mano de obra esclava.

Por ROBERTO AGUIRRE

Neuquén > En el libro que rescata sus memorias, el colono galés John Daniel Evans cuenta sobre la existencia de un reformatorio indígena en la ciudad rionegrina de Valcheta, a principios de la década de 1880. Según el pionero chubutense, “la mayoría de los indios de la Patagonia” estaban confinados allí, “cercados por alambre tejido de gran altura”. También señala que entre los “prisioneros” reconoció un amigo, a quien no pudo rescatar por falta de dinero: la muerte fue su destino, como el de miles de habitantes originarios de estas tierras. 
Este breve relato, dejado de lado por los escribas de la historia oficial, es apenas una muestra de los cientos de documentos de la época de la expansión en la frontera que demuestran la existencia de campos de concentración indígena en la Patagonia. El confinamiento se repitió, con diversas características, en centros ubicados en Valcheta, Chichinales, Chimpay y Junín de los Andes, entre otros puntos de la región.
El historiador de la Universidad de Río Negro, Walter Delrio, asegura que era un mecanismo habitual de la campaña. “Les quitaban los caballos y la hacienda y concentraban a familias enteras de indígenas en un punto. Podía se un campamento, un fortín o un lugar más grande. En el caso de Valcheta, por ejemplo, además del testimonio de Evans, hay escritos de los salesianos que revelan la existencia de personas recluidas. También figuran listados de la sociedad hispanocriolla de indígenas trasladadas desde y hacia estos lugares”, señala el investigador, coautor del libro “Historia de la Crueldad Argentina”.
 
Marchas
Delrio cree, a la luz de varios estudios, que más de 15 mil personas podrían haber pasado por estos centros. “En muchos casos eran lugares de paso. Se los confinaba y luego se los trasladaba por mar o por ferrocarril hacia Buenos Aires o hacia el norte, donde se convertían en mano de obra semiesclava” en los enclaves productivos del norte, explicó.
También detalló que existen muchos relatos de la época que hablan de campos de alambres tejido, o bien de centros abiertos. Estos testimonios orales fueron desestimados por la historiografía oficial, aunque aportan valiosos datos sobre los padecimientos de esa época. Los indígenas no tenían permiso para cazar, ni para tener animales. En muchos casos eran agrillados de noche.
“En los fortines se los utilizaba para hacer trabajos para el Ejército: edificaciones, arreo de animales, zanjas y canales, que luego los oficiales reivindicaban como trabajo propio”, indicó.
 
El imaginario de Auschwitz
“Cuando decimos campos de concentración no hay que pensar en Auschwitz”, explicó Delrio. “El concepto de genocidio no se aplica sólo a la desaparición física, sino a la desaparición de un pueblo, de sus costumbres. De allí que le hayan quitado los hijos a sus madres, para robarles la identidad, para borrarles sus orígenes”, detalló. Esta forma de discplinamiento encontró su punto de máxima eficacia en la Isla Martín García.
Más allá del sometimiento cultural, Delrio no descartó que hayan ocurrido masacres sistemáticas. “Los indígenas eran vistos como propiedad del Ejército. Se los sometía, se los expropiaba, se profanaban sus tumbas en busca de plata. Muchos recuerdan las largas marchas obligadas: quienes se quedaban atrás eran ejecutados”, describe el historiador
 
Junín de los Andes
En la provincia, la documentación recolectada por Delrio y otros historiadores habla de la existencia de un campo de concentración en Junín de los Andes. “Se originó en el fortín. Las memorias del lonko Pascual Coña, recogidas en mapundungun y traducidas al español por el misionero Ernesto Wilhem de Moesbach, habla de varios viajes desde Chile hacia Argentina para visitar a indígenas presos en la zona de Junín de los Andes. Es el año 1882 aunque puede que la fecha sea posterior. En toda el área cordillerana de Neuquén había fortines de campaña y lugares de control en los pasos. Cada uno de estos fortines tendrá población civil, pero también concentrarán población indígena”, detalló el historiador.
Hacia 1889, desde el gobierno central se buscó achicar los costos de la expansión de la frontera. A partir de ese año, comenzaron a desmontarse los campos de concentración y buena parte de la logística armada para la denominada Conquista del Desierto y el avance (a menudo olvidado) sobre las tierras del norte. Bien entrado el siglo XX continuará la campaña de eliminación de los pueblos originarios con las matanzas de Napalpí, en Chaco (1924) y La Bomba, en Formosa (1947). Parte de ese aparato represivo persiste hasta estos días, con una ingeniera discursiva que busca desacreditar la memoria y los derechos de los pueblos originarios. El ocultamiento deliberado de la existencia de campos de concentración, por ejemplo, obedece a esa estrategia.

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