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La Mañana criancera

Recuerdos de una infancia criancera: la conmovedora historia de una maestra de Bajada del Agrio

Comenzó a escribir sus vivencias de trashumancia para que su hijo las hiciera canciones. Hoy se convirtieron en un libro fundamental para la identidad neuquina.

Allá a lo lejos, por el corazón de Neuquén, mucho antes de ser maestra y escritora, va la niña Juana Mabel Miranda con los cachetes colorados curtidos por el frío y el viento. No va sola, sino con su abuela Eva, que la crió andando la tierra adentro, entre el rancho de veranada y el humo de los fogones. ¿Cuántos cielos, estrellas y horizontes miraron juntas? ¿Cuántas chivas y caballitos cuidaron atravesando cerro, roca y ñiral?

De esas cosas les habló a sus hijos Leandro, Nico y Fede las muchas veces que salían a pasar la tarde a la zona de Pino Hachado y se cruzaban con algún piño por el camino. Y eso nos cuenta a todos, con ternura y belleza en “La infancia que me dio raíces, el camino que me hizo quien soy”, su primer libro, un compilado de relatos del Neuquén profundo que tan poco miramos y que nos permiten no sólo contemplar cómo vive una niña criancera, sino hasta sentir todo lo que se esconde en la soledad del campo.

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La idea surgió a raíz de una serie de relatos que su hijo, el exquisito músico y compositor Nicolás Pérez, le pidió que llevara al papel, primero para dejar un registro de esos relatos que su mamá siempre les contaba y que él había aprendido a valorar con el tiempo y estando lejos de casa, y segundo porque quería volverlos canciones.

Orgullo de ser criancera

“Mi infancia y mi adolescencia fue muy diferente a la que mis hijos vivieron. En febrero de 2024 me puse a escribir y armé los primeros 6 relatos. Después, por esas cosas de la vida, me encontré con una editorial en las redes sociales, les mandé un mensaje contándoles sobre lo que estaba escribiendo, tuvimos algunas reuniones y nos pusimos a trabajar en este libro”,explica. “El libro es un camino nuevo y desconocido para mí, que ahora recién empiezo a transitar”, agrega. Tampoco en esto va sola, sino que la acompaña su familia y mucha gente que la quiere, porque además, el libro se volvió un hecho colectivo.

La caja con los primeros ejemplares llegó a casa de Juana, en Bajada del Agrio, apenas dos meses atrás y ya fue presentado en la Feria del Libro de Buenos Aires y en la Casa de Neuquén, a través de una articulación con la subsecretaría de la provincia y del municipio de Neuquén. Hace unas semanas, Juana también lo presentó acompañada por la guitarra y la voz de su hijo, en medio de un acto precioso, en su escuela de la infancia, de la que muchos años después fue directora.

“No fue sencillo animarme a escribirlo, hice mucho trabajo interno, porque muchas de esas cosas las tenía guardadas solamente para mí, quizá porque eran dolorosas en algunos aspectos, o por ahí porque una tiende a sentirse menos con respecto a otros, aunque eso no esté bien”, dice Juana.

Esa extrañeza, esa dificultad de poder abrazar su historia, su identidad, no es un sentimiento que sólo la habita a ella, sino que lo mismo encontró durante sus años de maestra en muchos de sus estudiantes crianceros. ¿Cómo se puede sentir orgullo sobre lo que otros no valoran? ¿Cómo se puede valorar lo que no se conoce?

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También allá a lo lejos, en otro país, con otros discursos circulantes, el Censo Nacional pasó de registrar en Argentina un 1,6% de población indígena en 2001 , a casi un 3% en 2022. La diferencia es sustancial. El resultado no fue casual, sino que se debió entre otras cosas, a un momento donde existió una mayor revalorización de esas identidades.

En ese sentido, el libro de Juana es, más allá de la pluma, más allá de la sencillez con la que logra describir un universo ancestral y ritual, una obra con un aporte mayor, porque revaloriza la identidad neuquina. Y no desde un lugar enunciativo, sino porque permite poner en valor una práctica que es pilar de nuestra cultura, esa que compartimos, y con ella un tejido social, una familia, una infancia y una forma de ser Neuquén. Es su historia, sí, pero también la de muchos de sus estudiantes, de muchas familias, de muchas niñas y niños de esta tierra, una historia de la que necesitamos que puedan sentirse orgullosos sin pedir permiso.

Una historia que perdura

“No recuerdo que mi abuela me haya tenido que recalcar una y otra vez que debía hacer las tareas. Sí tengo presente que mi bolsita de nylon con cuaderno, libro de lecturas y cartuchera estaba debidamente guardada en la pieza del rancho. Cualquier rato libre era el momento adecuado para la actividad escolar. Si se me hacía tarde, la pequeña mesa de madera se vaciaba de todo lo allí ubicado. Me lavaba las manos en el balde del rincón, mientras mi abuela la limpiaba. Entonces, yo corría a buscar mis útiles y, a la luz del chonchón (¡lo más lindo!), me ponía manos a la obra. Paradita nomás, ya que no teníamos sillas, y los banquitos no estaban a la altura para llevarlos a la mesa en aras de esa función”, relata Juana en el capítulo Maestra de jabón blanco y chapas, donde retoma las tardes en las que fue amasando el oficio de maestra que la acompañó siempre y que, aunque hoy esté jubilada, lo sigue haciendo.

La vida de Juana nunca fue del todo sencilla. Eran otras épocas, otra sociedad. Su abuela la crío desde muy pequeña y sola, porque al poco tiempo de que Juana naciera, se quedó viuda. Su mamá la tuvo cuando era muy joven. Juana nació en Las Lajas, en 1968. Criarla en Bajada del Agrio, lejos de su mamá, fue la mejor forma que Eva encontró, que pudo resolver para que todas tuvieran el mejor destino posible. Así que a los 3 meses, Juanita ya andaba a la orilla del corral, en cunita de señaladas, compartiendo con una abuela a la que recuerda como “una gran ama de casa y un gran hombre de campo”.

Juana hizo la primaria en la Escuela N° 63 de Bajada del Agrio, la que hoy es la Escuela N°161. Dice que su abuela siempre se ocupó de que, pasara lo que pasara, ella estuviera cada lunes, de punta en blanco y dispuesta aprender. La secundaria la hizo lejos, en Zapala, hasta donde viajaba en un colectivo del ejército que iba levantando estudiantes de distintos pueblos y parajes. Allá paraba en la casa de los parientes: un tiempo en lo de la tía, otra en lo del padrino y así. Su familia y sus maestros forjaron en ella una responsabilidad que más tarde convirtió en oficio. Su primer cargo de maestra lo tuvo en su escuela de Bajada del Agrio, donde también formó su propia familia y su propio destino.

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Felicidad compartida

Todo lo que cuenta Juan lo hace con orgullo y con sorpresa por el recibimiento que tuvo su libro. Y esa es una felicidad compartida.

“Estamos todos contentos que haya finalizado ese laburo, que se haya animado a contar su historia. Admiro y agradezco que ella desde niña haya vivido acá y que haya elegido seguir viviendo en su pueblo, sino yo no hubiese tenido la infancia que tuve. Mi vieja fue docente, siempre le gustó contar cuentos en la escuela. Muchos amigos míos la tuvieron de seño, y la recuerdan en su faceta de cuenta cuentos. Que hoy pueda hacerlo de forma distinta, en su libro, me parece una victoria tremenda”, dice su hijo Nicolás.

Y agrega: “A mí siempre me emocionó que cuando de chicos ella nos contaba esas historias, lo hacía con alegría por haber vivido esa vida de criancera. Siempre fue con felicidad, nunca parada en lo que le hacía falta, o en el frío. Eso yo me acuerdo de chico y lo traigo conmigo todo el tiempo, porque me parece muy valioso”.

Recordar el pozo en el que juntaban el agua, los cimientos del rancho que dejó el abuelo, el antiguo pizarrón de chapa en el que jugaba a la maestra con sus tizas de jabón blanco. Recordar la mirada de las chivas, el tranco de los caballos por la espesura del silencio. Recordar el relato de los alumnos cuando volvían de la veranada derecho a la escuela. Recordar, el ejercicio de la memoria, la práctica vital de cualquier pueblo, la lanita de la identidad. Es todo lo que Juana Mabel nos regala, nada más y nada menos.

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