En Huinganco el mote no se compra, se hace
Trigo pelado con ceniza, agua clara y fuego lento: Teresa y Zenón mantienen en Huinganco la tradición del mote como herencia y acto de comunidad
Hay en la identidad gastronómica neuquina una serie de platos y recetas que sobreviven gracias a quienes las cocinan. Originarias de una parte del territorio desde hace cientos de años, son verdaderas gemas que quizás no son tan conocidas en otras ciudades. El mote es una de ellas y en Huinganco sigue más vivo que nunca.
En la región del Alto Neuquén, cuando la primavera abre las acequias y el sol asciende despacito detrás de los cerros, hay una escena que se repite de memoria: una olla grande, el fuego manso, el vaivén del agua que empieza a hablar, la ceniza tamizada, el trigo que pierde la piel y gana nombre. De esa cocción lenta nace el mote, alimento y rito. Y en torno a ese gesto —tan cotidiano como sagrado— se teje la historia de Teresa y Zenón: productores, anfitriones, maestros sin títulos que siguen haciendo del mote un oficio, un gusto y una bandera.
“Acá el mote no se compra, se hace”, dice Zenón, con esa contundencia que dejan los años de campo. Teresa, a su lado, completa la postal con una mesa servida: mote con huesillo, mote con miel, empanadillas dulces rellenas con pera seca y una cucharita de caña dulce. La escena no está pensada para turistas ni para la foto: es la forma genuina que tiene esta casa de decir “bienvenidos”.
Un saber transmitido sin apuro
“¿Qué es el mote?”, repite Teresa, como si ordenara la respuesta en la memoria. “Es trigo —un cereal cubierto por una pielcita— al que hay que quitarle la cáscara con lejía. Ahí empieza todo”. La explicación no es un recetario; es un mapa de pasos: primero se hace la ceniza con leña elegida (en su caso, álamo común; “no el blanco”, aclara), se tamiza para sacarle impurezas y con esa ceniza limpia se prepara la lejía. El agua, a punto de hervir; la ceniza, adentro; el hervor, sostenido. Recién entonces entra el trigo, ya zarandeado para quitarle pajas y piedritas.
La lejía afloja la piel del grano. Después, viene el trabajo de lavar y refregar: “Se refriega primero en la misma ceniza para que la piel afloje; después, lavar, lavar y lavar. Es largo. Hay que hacerlo bien para que el trigo quede limpio, sin ceniza”, cuenta Teresa. Una vez pelado, el grano se vuelve a hervir, se escurre, se enjuaga con agua fría “para que se enfríe bien” y recién ahí está listo para comer. Sin aderezos obligatorios. “A mí me gusta solito —se ríe—. Calentito, con la misma agüita. Tiene un gustito…”
Esa paciencia —la de cocinar sin reloj, la de insistir en el lavado “hasta que el agua salga clara”, la de esperar el hervor justo— es parte del saber. No hay atajos. No hay “trucos” que reemplacen tiempo por eficiencia. El mote, a su manera, enseña la ética de un territorio.
El color de la ceniza y la geografía del gusto
En el relato de Zenón aparecen árboles que son casi personajes. Habla de la zampa y el rari —especies con las que en otros pagos se hace la ceniza— y de cómo esas maderas le daban al mote un color particular, “más atractivo”, que alguna vez buscaron para la Fiesta del Mote. “Solo cambia el color”, aclara, como para que nadie confunda estética con sabor. La elección del álamo en su zona no es casualidad: es lo que hay en abundancia, lo que crece, lo que deja una ceniza pareja. Y en esa adaptación —en ese “con lo que hay”— también se lee la identidad de una cocina.
La lejía, palabra que en la ciudad suena lejana, aquí es una herramienta de precisión. Se hace con cuidado, se tamiza, se revisa. Nada de improvisar. “La ceniza va al agua a punto de hervir; cuando suelta el hervor, entra el trigo”, describen. Si uno se apura, el grano no abre; si uno se distrae, amarra. Como en toda pieza tradicional, el margen de error lo corrige la experiencia.
El trigo justo: ni cualquier semilla ni cualquier temporada
No todo trigo sirve para hacer mote. Teresa y Zenón insisten: “Hay mote y mote”. Algunos granos no abren. El candial —explican— “es especial”, pero no se trata solo de nombre sino de textura y comportamiento en la olla. Saber buscar el trigo, comprarle al vecino que siembra, distinguir a ojo el grano que “va a abrir lindo”, es parte de la pericia.
Ese saber se tensa con un problema concreto: “Ahora se siembra muy poco —se lamentan—. Falta agua, hay sequía y aumentaron mucho los conejos; se comen todo. Si no cercás, sembrás para el conejo”. Este año la comuna hizo una plantación de trigo y ellos trabajaron la cosecha; de ahí salió el lote con el que hoy muestran el proceso. El mote también es economía, logística, clima.
En el calendario de esta casa, el mote llega con el calor. No es una casualidad nutricional: “Durante el invierno se comía charque y comidas más grasosas. Cuando venía la primavera, el mismo cuerpo pedía un despeje”, dice Teresa. Y ahí entraba el mote, como alivio y frescura. La descripción es precisa: “Dá una sensación de limpieza”. Es comida y es señal: el año gira, el agua vuelve, el patio se riega, la fruta madura, el mote aparece.
En esa lógica, la cocina estacional no es una moda: es una manera de vivir. El mote se come a cualquier hora —mañana, tarde, noche— y no tiene protocolo. “Es liviano. Lo único es no exagerar, como con todo”, desliza Teresa, con sabiduría de abuela que avisa sin retar.
Si el mote concentra la técnica, las empanadillas ponen en escena la memoria dulce. La masa lleva zapallo —“para darle color”—, anís y ralladura de naranja. El relleno es una mermelada rústica de orejones de pera, mote y una cucharadita de caña dulce (otro derivado del trigo que también elaboran). El resultado es una media luna tierna, fragante, de dulzor amable.
Los orejones no se compran: se hacen cuando la fruta “está a punto”, ni verde ni pasada. Se pela parcialmente, se seca una parte al sol y otra a la sombra para evitar que “se queme” y quede fea. Después, al freezer, porque todavía hay bichitos que pueden arruinar meses de trabajo. Secar fruta también es saber escuchar el clima: “Ahora el sol calienta mucho; hay que alternar”, dicen. La descripción podría estar en un manual de conservación, pero aquí es costumbre transmitida en la mesa.
La Fiesta del Mote y el oficio de “moteras”
Cuando llega la Fiesta del Mote, Teresa no compite: comparte. “Somos varias moteras; también van varones, porque nos ayudan. Cada una hace el mote en su casa y lo lleva. Allá se sirve como la gente lo pida”. ¿Hay secretos? ¿Se ocultan técnicas? La respuesta es una clase de ética comunitaria: hay cosas que no gustan y cuesta decirlas “para no herir”, pero el aprendizaje circula. Muchas mejoraron con los años: mirando, preguntando, probando. Nadie quiere que otra abandone; la vara se eleva sin humillar.
La fiesta no solo celebra un plato: reúne un modo de trabajo, una estética, un estándar de cuidado. Es, además, una plataforma para que los más jóvenes miren, prueben, se encaprichen y se queden.
El relato de Teresa remite a una infancia sin salario pero con abundancia de oficios. “Mis viejos vivían de lo que sembraban y cosechaban: trigo, maíz, arveja. Hacían trueque; llevaban al negocio y volvían con harina, con azúcar”. En esa rueda, el mote se hacía para consumir, no para vender. Y se hacía cuando el clima lo permitía, porque lavar al aire libre en pleno invierno no solo es incómodo: es imposible.
La escena —el patio, las bateas, el agua corriendo— explica por qué el mote es más que una receta. Es organización familiar, reparto de tareas, conversación en ronda, niños que ayudan y aprenden. Es, también, un escudo contra la amnesia.
De tanto escucharlos, uno aprende que el proceso está hecho de pequeñas decisiones: qué leña usar (álamo común, abundante y noble), cómo tamizar la ceniza para que quede “limpita”, cuándo echarla al agua, cuánto esperar para que suelte el hervor, en qué momento entra el trigo. Y después la cadena de lavados, ese trabajo paciente que retira piel y ceniza, que pule el grano, que deja el mote “limpio de verdad”.
Esa prolijidad está en cada gesto. Si falta, el plato lo delata: un dejo amargo, una textura arenosa, un color opaco. Si está, el mote brilla, se abre, queda blando sin deshacerse. Es un oficio.
Hay un momento que sintetiza el sentido social del mote. Lo cuenta Teresa con naturalidad: “Cuando se sabe que alguien va a venir, uno prepara mote ”. No es formalidad: es promesa de frescura. El visitante llega y el plato está listo, “fresquito”, pensado para compartir. Es la versión rural de la invitación al mate con torta frita, pero con el plus de una técnica que exige anticipación. El mote es hospitalidad organizada.
El “mote de mamá” y la medida del cariño
Cuando se le pregunta por el mejor mote que comió, Teresa no duda: “El de mi mamá”. ¿Cuál era el secreto? Ninguno que se pueda anotar: el cariño. “Lo preparaba para que nosotros comiéramos algo bien hecho”, dice, y en esa frase está la marca de la cocina que importa. El sabor —sabroso, especial— era consecuencia del cuidado.
La cadena, por ahora, no se corta: Teresa lo aprendió de su madre; hoy lo enseña a quien pregunta, lo muestra frente a una cámara o un micrófono, lo defiende en la fiesta y lo cocina “para que se siga haciendo”.
El hueso técnico: por qué “abre” un buen mote
Si uno afina la oreja, hay un vocabulario técnico que conviene anotar. Abrir: que el grano se parta apenas y libere su corazón sin desfallecer. Pelar: quitar la piel sin maltratar la superficie. Limpiar: lavar hasta que el agua salga clara, sin restos de ceniza. Enfriar: cortar la cocción con agua fría para afirmar textura. Elegir: dar con el trigo que abre bien; no “cualquiera”.
Todo ese léxico —que podría estar en una escuela— circula en la cocina de Teresa y Zenón como la cosa más obvia del mundo. Y, sin embargo, es la diferencia entre un mote correcto y uno memorable.
La cocina de esta casa también sabe de remedios. En tiempo de gripe, se hierve fruta y se toma el jugo tibio en ayunas para “levantar las defensas”. No hay conservantes, no hay artificios. Lo mismo con los orejones: se hacen cuando la fruta “tiene sabor”, ni antes ni después. Se seca una parte al sol y otra a la sombra, se guarda en el freezer y se hierve cuando corresponde. No es solo una técnica de preservación; es una manera de estirar el verano y de tener a mano el ingrediente que, más tarde, se volverá huesillo, empanadilla, bocado de fiesta.
Sequía, conejos y la fragilidad de una tradición
La escena no es romántica sin fisuras. Falta agua; hay sequía. Aumentan los conejos; las siembras se pierden. Cercar cuesta y no todos pueden. Entonces, las comunidades dependen de parcelas comunales, de siembras del municipio, de la solidaridad vecina. El mote —que parece invencible— muestra su fragilidad: sin trigo, no hay ritual. Por eso, cada olla que se enciende y cada lote que se cosecha son también actos de resistencia.
El mote de Teresa y Zenón enseña algo que vale más que una fórmula: el tiempo se cocina. Se cocina el cuidado —en elegir la leña, en tamizar la ceniza, en lavar sin apuro—; se cocina la memoria —esa voz de la madre que dice “así queda bien” y se vuelve método—; se cocina la comunidad —invitar a comer mote, preparar para otros, corregir sin herir—.
El norte neuquino tiene en el mote un eje que ordena estaciones, trabajos, fiestas y sobremesas. Y tiene, en estas casas que abren la puerta y prenden el fuego, la prueba de que la tradición no es un museo: es una práctica. Se transmite con la mano, con la paciencia, con la olla.
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