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La solidaridad llegó para los que vivían en la calle

Desde el comienzo de la pandemia, el hogar María Madre del barrio Villa Ceferino alberga a aquellas personas sin un lugar donde vivir y con consumos problemáticos.

“Cuando todo se cerró, nosotros abrimos”, cuenta Donald Abraham, uno de los impulsores de la creación de un refugio para personas en situación de calle con consumos problemáticos al comienzo de la cuarentena obligatoria por la pandemia de coronavirus. Este hombre de 48 años, empleado judicial, junto con su mujer, Betina del Campo, de 44 y empleada legislativa, pusieron en marcha este proyecto que nació desde la parroquia María Madre de la Iglesia de esta ciudad y cuenta con el apoyo del Obispado de Neuquén.

Hacía más de dos años que Betina junto con otras personas de la parroquia recorrían la ciudad con el objetivo de asistir a los hombres, mujeres y niños en situación de calle. “Al principio íbamos una vez por semana, y con el tiempo era ir día tras día, y así se empezó a generar un vínculo. No era solo ir para darles un alimento o un abrigo, sino conversar y saber qué necesitaban”, señala.

Quienes están en situación de calle, aclara Donald, llegan a las adicciones. “¿Cómo se sostiene la persona en la calle en pleno invierno, mal vestida, mal alimentada? Entonces, con las adicciones se anestesian para vivir en la calle, para no sentir el frío, el hambre, el dolor”, explica.

"Con las adicciones se anestesian para vivir en la calle, para no sentir el frío, el hambre, el dolor”, dice Abraham.

Cuando se anunció el aislamiento obligatorio, Betina se preguntó qué iba a pasar con aquellas personas que vivían en la calle y a las que asistían. “Salí cuando no se podía para ver dónde estaban y los encontré en las calles pero en una situación peor, porque viven de mendigar y no había nadie en las calles. Como iglesia no podíamos quedarnos con los brazos cruzados”, relata. Se contactaron con el padre Jorge “Chicho” Cloro, párroco de María Madre de la Iglesia de Alta Barda, y con el obispo Fernando Croxatto, y surgió la idea de llevarlos al colegio Pablo VI, en el que se instalaron veinte camas aportadas por el Ejército y colchones y frazadas entregadas por el Ministerio de Desarrollo Social de la provincia. “El primer día, había nueve personas y, al otro día, ya eran 19”, comenta Donald. En el lugar no solo recibían las cuatro comidas sino que también realizaban talleres de educación física, literatura, teatro y taekwondo.

El hogar es un proyecto que nació desde la parroquia María Madre de la Iglesia de Alta Barda y actualmente alberga a nueve personas, que vivían en situación de calle y con consumos problemáticos.

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Los residentes hacen actividades dentro del hogar y también salen a trabajar.

Los residentes hacen actividades dentro del hogar y también salen a trabajar.

Lo que surgió como un refugio se fue convirtiendo en una situación de permanencia debido al avance de la pandemia. Por eso, en septiembre surgió la posibilidad de trasladarse donde antes funcionaba la asociación civil Camino de Esperanza en el barrio Villa Ceferino, que se encuentra a disposición del Obispado.

Actualmente, son nueve las personas, de entre 32 y 61 años, que residen en el hogar. “Es un lugar de puertas abiertas, salen para ir a trabajar, no consumen alcohol ni drogas”, advierte Donald. Explica que durante el día se organizan una serie de actividades como también quiénes están a cargo de las cuestiones cotidianas del lugar. “Hay quienes cocinan, limpian y lavan. Es parte de los hábitos que empiezan a incorporar, porque cuando están en la calle no piensan en el otro, y de esta manera, darse cuenta de que están ayudando al otro pero también a sí mismos. Siempre decimos que nadie se salva solo”, precisa.

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Para Donald y Betina (arriba), lo importante es brindarles contención a quienes siempre recibieron indiferencia.

Para Donald y Betina (arriba), lo importante es brindarles contención a quienes siempre recibieron indiferencia.

Además, quienes residen en el hogar reciben dos veces por semana asistencia psicológica y psiquiátrica a cargo de profesionales del hospital Heller. “Cuando llegaron, todos tenían problemas de consumo de alcohol, y tuvimos la posibilidad de conseguir estos profesionales que nos acompañaron en todo el proceso de ingreso y abstención al alcohol y las drogas”, indica.

“Cuando llegaron, todos tenían problemas de consumo de alcohol y drogas, y conseguimos psicólogos y psiquiatras para asistirlos y apoyarlos en este proceso de dejar los consumos”, explicó Donald Abraham, a cargo del hogar María Madre.

Betina comenta que la mayoría de los que residen en el hogar de Villa Ceferino tienen un oficio, “pero su baja calificación los obliga a trabajar en la informalidad”. “Son personas con capacidad de trabajo, han aprendido algún oficio, pero el problema que tenían es qué hacían con la producción, en qué se lo gastaban”, sostiene. Cuenta que algunos hacen pan y tortas fritas y salen a venderlas, otros trabajan de albañil o salen a limpiar vidrios. “La diferencia ahora es que quien sale a vender tortas fritas o a limpiar vidrios no se lo gasta en alcohol”, asegura.

En este tiempo transcurrido, Donald aprendió que “lo que necesitan estas personas es amor y compartir”. “Cuando les llevábamos las viandas a las calles, la vianda era la excusa, ellos nos esperaban para contarnos sus cosas. Necesitan ser escuchados y ser vistos”, sostiene. “No hay que olvidarse de que cuando están en la calle están impresentables, sucios y nadie se les quiere acercar. Durante mucho tiempo recibieron la indiferencia, han sido sometidos a eso, y a partir de ayudarlos empiezan a armar los pedazos de sus vidas”, reflexiona la pareja.

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“Estando en la calle, pensaba que todo se terminaba hoy”

“Por el tema del consumo de alcohol me rechazaban, y llega un momento en que uno es desagradable para las personas que lo quieren”, dice Sebastián Opazo, un hombre de 61 años que desde hace un año no solo dejó de vivir en la calle sino también de consumir alcohol, adicción que lo acompañó a lo largo de su vida. “Viví en desobediencia muchos años”, define quien tiene ocho hijos y 18 nietos, y que en los años 80 jugó de defensor en la primera división de Rosario Central y en Neuquén defendió los colores de Atlético; manejó camiones y fue carnicero.

Confiesa que a su padre no lo conoció, por eso cuando murió su suegro sintió una perdida “muy grande” y no pudo sostenerlo. Con la voz entrecortada, dice que llegó a desvalorizarse como persona. “Me sentía un don nadie, muchas veces pensaba morirme y que para mí no había una salida”, recuerda.

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“En el hogar nos consideran personas”, dice Sebastián (remera blanca).

“En el hogar nos consideran personas”, dice Sebastián (remera blanca).

Se le iluminan los ojos cuando habla de Betina del Campo, la mujer que frecuentemente le llevaba un plato de comida, una frazada o un abrigo en la calle San Juan donde Sebastián dormía y por muchos años fue su “departamento”. También le agradece a Donald Abraham haberlo sacado de la calle y alejado del alcohol. “Yo soy el principio de este hogar porque ellos el 6 de abril del año pasado me brindaron un lugar, me sacaron de la calle”, comenta.

Cuenta que antes de llegar al hogar María Madre, anduvo por todos lados. “Fui a centros de rehabilitación, pero me escapaba porque no me gusta el encierro. Acá estoy en libertad y me siento bien al colaborar con los más jóvenes, en contenerlos, contarles lo que me ha pasado, y ellos me escuchan y agarran lo que les puede servir. El chico que viene acá llega lastimado, y este lugar es para sanar las heridas”, sostiene.

“Cuando estaba en la calle pensaba que no quería vivir, para mí vivir era el hoy, todo me daba igual, pensaba que todo se terminaba hoy”, dice Sebastián, quien además de conversar y contener a los más jóvenes está dedicado a cocinar en el hogar. “Acá nos consideran personas, desde que llegamos hemos encontrado abrazos, caricias, cosas que no conocíamos porque la gente piensa que los que vivimos en la calle no somos nada”.

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