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Navidad accidentada: la noche que llovió fuego en Neuquén

Durante los primeros minutos del 25 de diciembre de 1954, explotó un polvorín del Ejército en el barrio La Sirena.

Por Mario Cippitelli - [email protected]

La primera explosión fue estremecedora, pero muchos pensaron que era parte de los festejos por la Navidad. Después de todo, habían pasado pocos minutos de la Nochebuena y los neuquinos estaban levantando sus copas aquel 24 de diciembre de 1954.

Más allá de la alegría y los festejos navideños, más de uno se quedó pensando en aquel primer estruendo que realmente se había escuchado como una gran bomba.

Uno de ellos era Walter Arcagni, un joven carpintero que vivía junto a su esposa en la calle Ignacio Rivas.

"Esas no son cañitas voladoras", dijo la mujer mirando desde la ventana. En efecto, ambos salieron a la calle y comprobaron que aquellas bolas de fuego que se precipitaban a una gran velocidad no eran artefactos de pirotecnia, sino trozos de metal que comenzaban a multiplicarse en medio de las detonaciones cada vez más seguidas. "¡Entremos rápido!", le dijo Walter. Los dos ingresaron corriendo y se metieron en el baño.

A pocas cuadras del lugar, Ramón Roberto Romero, a sus 9 años, quedó fascinado mirando el cielo en medio de las explosiones. Llovía fuego y era un espectáculo increíble. Pero el show no duró mucho. Su padre -un policía que estaba por salir de su casa para realizar una recorrida de rutina por el pueblo- lo subió a junto a sus hermanos a una camioneta y los llevó hasta las zonas de las bardas para que estuvieran protegidos. Los chicos no entendían nada.

Por aquel entonces, la capital del territorio era una pequeña ciudad que albergaba a unas 15.000 personas aproximadamente. Los festejos de las fiestas de fin de año eran siempre discretos, más allá de los petardos y los cohetes que los vecinos encendían cuando había celebraciones de este tipo. Pero aquella noche había ocurrido algo que parecía realmente grave.

Como Walter y Ramón, muchos vecinos del barrio La Sirena salieron para ver qué era lo que había pasado, pero inmediatamente volvieron a buscar un refugio en sus viviendas.

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Los trozos de metal y plomo deformado caían como lluvia en las inmediaciones del barrio, provocando pequeños incendios. Nadie sabía qué estaba ocurriendo.

Mientras intentaba tranquilizar a su esposa, Walter comenzó a sospechar cuál podría ser el origen del problema. A pocas cuadras de su casa estaba el polvorín del Ejército, un lugar que conocía en detalle porque allí realizaba trabajos de carpintería como personal civil.

Pocos días antes de aquella noche, un oficial le había pedido a él y a otros soldados que acomodaran cajas de municiones, explosivos y artillería en los cuatro depósitos que estaban en el predio militar, aunque tomando todas las precauciones del caso. Todo lo que allí había era altamente inflamable.

Los cuatro almacenes que integraban el polvorín estaban protegidos por puertas blindadas y por 80 toneladas de tierra compacta en los alrededores para que, en caso de que se produjera una explosión, el material no saliera volando hacia los costados y para que la única vía de escape frente a tanta presión fuera hacia arriba, es decir, hacia el cielo.

Las sospechas de Walter finalmente se comprobaron con el correr de las horas. Algo -nunca se supo qué- había originado un incendio en uno de los depósitos y generó una serie de detonaciones en cadena que duró buena parte del amanecer de aquella accidentada Navidad.

En el regimiento, los pocos soldados, suboficiales y oficiales del Ejército que habían quedado de guardia, teniendo en cuenta la celebración de la Nochebuena, abandonaron rápidamente el predio. En un principio intentaron acercarse a los polvorines, pero finalmente desistieron.

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Algunos conscriptos se desmayaron al ser alcanzados por las ondas expansivas de las explosiones y fueron socorridos y evacuados inmediatamente de la zona del desastre.

Bomberos y policías intentaron acercarse al lugar, pero al ver que toda la zona era un escenario de guerra, se retiraron. No podían hacer nada más que esperar y custodiar que no llegaran al lugar miles de curiosos locales y de otros pueblos aledaños que arribaron a Neuquén al escuchar los estruendos y quedaron fascinados con aquella noche iluminada por el fuego que se veía a kilómetros. Nadie quería perderse el espectáculo.

Ramón y su familia siguieron los acontecimientos desde lo más alto de la ciudad.

La calma volvió cerca de las 5 de la mañana, cuando se terminaron las detonaciones y dejaron de caer pedazos de hierro. Pocas horas después, con las primeras luces del día, los vecinos de La Sirena pudieron comprobar la magnitud de aquel incendio en el polvorín y las consecuencias que había tenido.

En un radio de aproximadamente 1000 metros había trozos de metal retorcidos y todavía humeantes, esparcidos por las calles y los techos de las casas vecinas. Había esquirlas de balas de todo tipo de calibre y de proyectiles de mortero. Afortunadamente, no se habían registrado daños importantes, ya que en aquel entonces ese sector de la ciudad contaba con una incipiente población rural en medio de fincas y chacras.

Durante casi dos semanas, nadie se acercó a los polvorines por temor a que todavía quedaran explosivos que pudieran estallar. Recién con la llegada de expertos militares enviados desde Buenos Aires se hizo una inspección y un relevamiento de todo el predio.

¿Qué fue lo que ocurrió? Todo quedó guardado en secreto.

Walter Arcagni, aquel joven carpintero que trabajaba en los polvorines, tiene hoy 82 años. Ramón Roberto Romero, el nene que había quedado maravillado y al que su padre subió a la camioneta para ponerlo a salvo en las bardas, tiene 74.

Ambos -vecinos y amigos de toda la vida- mantienen vivos los recuerdos de aquella noche.

Los dos fueron testigos de esa explosión inolvidable, cuando todos se preparaban para los festejos de Navidad y comenzó a llover fuego desde el cielo de Neuquén.

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