Hace 76 años, el sismo más devastador de la historia de nuestro país dejó miles de víctimas. Las últimas puntadas a su vestido demoró a una novia y su llegada tarde a la iglesia cambiaría el destino de varias familias.
Por Mario Cippitelli - [email protected]
Nunca supimos exactamente cuánto corrió mi abuelo Mario Cippitelli apenas ocurrió el terremoto en San Juan, el 15 de enero de 1944, pero sabemos que fueron varios kilómetros en medio de una devastación increíble y un panorama desolador.
Corrió como nunca lo había hecho, pisando escombros, esquivando postes caídos, escuchando gritos desesperados de heridos y mirando gente que moría a su alrededor.
Aquella carrera comenzó minutos antes de que terminara de acomodar unos papeles en el Club Social San Juan, donde colaboraba como empleado en la parte contable, una changa que tenía además de su trabajo como docente para poder mantener a su esposa y a sus dos pequeños hijos.
Aquella tarde, Mario se apuró para terminar su trabajo lo más rápido posible porque, además de ser sábado, tenía un compromiso al que no podía faltar: el casamiento de Anastasia, la hija de una prima segunda de su esposa Isabel. El día anterior se había llevado a cabo la ceremonia civil y sólo restaba el sí de los novios en La Merced, una iglesia que estaba ubicada a pocas cuadras del club.
Mario ya había coordinado con su mujer para que toda la familia pudiera concurrir a la boda. Cuando terminara con el trabajo se encontraría con ella y los dos hijos directamente en la capilla. Luego irían todos a la fiesta que se celebraría en la casa de la novia.
San Juan, sábado 15 de enero de 1944
20:45
“Una última puntada y te vas; una novia tiene que lucir impecable el día de su boda”, le dijo Asunción a su sobrina Anastasia, que estaba ansiosa por ir a la Iglesia donde la estaba esperando su futuro marido.
Asunción era una mujer muy meticulosa y detallista. Ella había confeccionado aquel vestido para la ceremonia y quería que aquella tela blanca cayera de manera perfecta por el cuerpo de Anastasia. Por eso realizó aquellas pequeñas costuras con la precisión de un cirujano. Lo hizo sin apuros, con paciencia, tratando de no mirar las agujas del reloj. Después de todo, por unos minutos de demora, no pasaría nada. Todos lo entenderían.
“¿Ya está?”, preguntó la novia con evidente preocupación. Asunción respiró profundo y cerró los ojos. “¡Dos minutos más, por favor, niña, que ya casi termino!”, le contestó tratando de mantener la calma.
La ansiedad por ver a Anastasia no solo estaba centrada en la iglesia con los invitados a la ceremonia. Como marcaba la costumbre de aquella época, en el barrio todas las mujeres habían salido a la vereda para verla partir de su casa. Era una forma de mostrar respeto y admiración a la joven que estaba por casarse; una manera de despedirla durante sus últimos minutos de soltería.
En la casa paterna, se habían asado chanchos y pollos para alimentar a un batallón, después de la ceremonia religiosa que no se extendería demasiado debido a que los sábados era habitual que se celebraran bodas en cada una de las capillas e iglesias que había en la ciudad.
Todo estaba perfectamente organizado en un galpón que la familia de Anastasia tenía al lado de la casa, en un predio donde también funcionaba una fábrica de galletas. Aquel espacio había sido decorado a la perfección. Con tablones largos, tapados con manteles, se habían improvisado las mesas junto a varias decenas de sillas que también habían sido adornadas. Allí tendría lugar la cena. Todo estaba listo a la espera de los novios y los invitados.
Iglesia La Merced, 20:50
El cura miró el reloj y luego levantó la vista hacia los feligreses que lo estaban observando con impaciencia igual que el novio, que estaba a su lado con inocultable nerviosismo. El calor era realmente sofocante. No corría ni una brisa y las paredes del edificio todavía estaban calientes después de una tarde de sol infernal.
Algunas madres trataban de contener a sus hijos, que lloraban fastidiosos o corrían por los pasillos de la iglesia para encontrar algo de diversión frente a tanto aburrimiento. Los hombres se aflojaban los nudos de las corbatas. Los abanicos se multiplicaban tratando de generar algo de aire. Muchos de los presentes se daban vuelta una y otra vez con la única esperanza de ver a la novia entrando por la puerta principal.
Pero la novia no llegaba.
“¿Por qué no salimos un ratito a la vereda que está más fresco?”, propuso el cura para calmar un poco la ansiedad. Resignados, los presentes comenzaron a dirigirse hacia la entrada. “Seguro que ya debe estar llegando”, le dijo el sacerdote para animarlos, mientras caminaba detrás de ellos.
Afuera no se movía una hoja y las luces del atardecer comenzaban a caer rápidamente sobre la ciudad agobiada. Se percibía una extraña quietud.
Casa de Anastasia, 20:51
Asunción dio la última puntada al vestido y sonrió satisfecha. “¡Ahora sí, quedó perfecto!”, exclamó e invitó a la joven a que se viera una vez más en el espejo.
“¡Está hermoso!”, respondió Anastasia emocionada, mientras miraba aquella obra de arte que le había hecho su madrina y giraba una y otra vez para contemplarlo desde distintos ángulos.
Es cierto que la espera valía la pena. El vestido tenía una caída perfecta sobre el cuerpo de la joven. Los últimos retoques de Asunción habían corregido aquellos pequeños detalles que había observado minutos antes. Ahora sí le quedaba pintado.
“¡Vamos que ya es tarde!”, le gritó la novia al resto de los familiares y amigos que aguardaban impacientes en otras dependencias de la casa y que la acompañarían hasta la iglesia para reunirse con el resto de los invitados y, por supuesto, con Tito, su futuro esposo.
Pero ninguno de los presentes llegaría a la iglesia.
El primer gran sacudón llegó un minuto después, cuando atravesaban el zaguán. Estuvo acompañado por un rugido estremecedor. Las lámparas empezaron a moverse de manera pendular cada vez con mayor velocidad, las paredes comenzaron a crujir y colapsar. La tierra se dividió en dos a través de un enorme y profundo surco. Luego, otro cimbronazo que hizo trastabillar a la novia y a su madrina. A pocos metros comenzaron a escucharse gritos, seguidos de estruendos provocados por una cadena de derrumbes.
La mayoría de los presentes en aquella casa habían logrado salir a la vereda, igual que muchos vecinos curiosos que estaban esperando a que saliera la novia para saludarla.
Nadie en ese momento era consciente de lo que había ocurrido: el peor terremoto de la historia argentina estaba arrasado con San Juan durante aquel apacible y caluroso atardecer de verano. Justo en el día de la boda de Anastasia.
En medio de la confusión, hombres y mujeres corrían desesperados por las calles, tratando de llegar a sus casas para saber cómo estaban sus familiares. Algunos socorrían a los heridos; muchos miraban aterrados como, en cuestión de segundos, todas las viviendas del barrio comenzaban a derrumbarse.
A pocas cuadras de allí, cuando Mario llegó a la iglesia, quedó paralizado frente al panorama que se abría frente a sus ojos. El edificio se había desplomado y todo estaba reducido a una montaña de escombros polvorientos. Desesperado, comenzó a preguntar por su esposa y sus dos hijos, mientras caminaba por entre los adobes rotos que hasta hace poco eran parte de aquel templo religioso. Alguien tenía que haberlos visto.
Uno de los invitados a la ceremonia le explicó que la boda no se había celebrado porque la novia estaba demorada. Y le dijo que como hacía un calor insoportable, el cura les había pedido a todos que fueran a esperarla afuera. Por ese motivo nadie había quedado adentro cuando ocurrió el terremoto.
Mario emprendió una nueva carrera alocada, esta vez, a la casa de Anastasia, donde seguramente estarían su esposa y sus hijos. ¿Habrían sobrevivido?, se preguntaba, aunque no quería pensar en nada más que en su objetivo de llegar cuanto antes.
Para ese entonces las calles de San Juan parecían haberse convertido en un escenario de guerra. Prácticamente no habían quedado casas ni edificios en pie. La gente se agolpaba en las veredas y esquinas pidiendo ayuda en medio del caos y la confusión, atemorizados por las réplicas que no paraban de sacudir la tierra.
A los pocos minutos de aquella nueva carrera, Mario llegó a la casa de Anastasia y pudo comprobar finalmente que su familia estaba a salvo. En realidad, casi todos habían esquivado a la muerte de milagro, cuando la novia estaba saliendo para ir a la iglesia. Lo mismo había ocurrido con los vecinos que la estaban esperando afuera.
En la vereda encontró a Isabel llorando junto a mi papá y a mi tía, que en aquel entonces tenían 7 y 3 años, respectivamente. Los abrazó emocionado. Lo miró y los tocó una y otra vez para comprobar efectivamente que no estuvieran heridos y ellos lo miraron desconcertados por su aspecto: el traje que llevaba puesto estaba sucio. La cara era una máscara de tierra seca por la que apenas asomaban sus ojos celestes, que habían abierto sobre las mejillas dos surcos de barro con sus lágrimas.
Mario le pidió a mi abuela que se quedara con los chicos allí en la calle, alejados de las ruinas que todavía estaban inestables. Les dijo que él volvería inmediatamente. Antes quería saber cómo estaban Samuel y Blandina, sus padres, que vivían con él en su casa de la zona de Rivadavia, a unos 6 kilómetros de allí. Y así comenzó una nueva carrera.
Atravesó la ciudad hacia el oeste y recién allí tomó dimensión de los daños del terremoto y las consecuencias que había tenido. San Juan prácticamente había desaparecido entre ruinas y por sus calles deambulaban hombres, mujeres y niños todavía confundidos por lo que había pasado. Caminaban sin rumbo, algunos llorando; otros gritando.
En aquella nueva travesía volvió a ver imágenes que no se olvidaría nunca: cadáveres aplastados, heridos por doquier, gente que lo tomaba de la ropa para frenarlo y pedirle ayuda, hombres removiendo escombros de manera desesperada en busca de familiares, ambulancias improvisadas en vehículos y carretas trasladando decenas de heridos a hospitales y salas de salud que hubieran quedado en pie.
Después de interminables minutos, Mario finalmente llegó a su casa de la Avenida Libertador. Allí notó que una parte de la vivienda había sufrido daños graves, pero todavía se mantenía en pie. Cuando ingresó, pudo comprobar que sus padres estaban vivos, aterrorizados, pero a salvo. Como tantos otros, tampoco entendían qué había ocurrido.
Días después los sanjuaninos tendrían un balance definitivo de aquel desastre: unos 10.000 muertos, un número no determinado de heridos y desaparecidos y el 80 por ciento de la ciudad destruida por completo, producto de un sismo de 7,6 grados en proximidades de La Laja, departamento Albardón, el más destructivo en la historia argentina.
También serían testigos de la cruzada nacional que se organizó para reconstruir la ciudad desde cero, de las donaciones que llegaron desde las provincias, de los planes de viviendas que se lanzaron desde el gobierno nacional, de las familias de cada rincón del país que se anotaron para adoptar a los centenares de niños que habían quedado huérfanos.
Nunca supimos cuánto corrió mi abuelo Mario aquella noche. Ni siquiera él pudo recordarlo. Dijo que habían sido muchos kilómetros en una carrera desesperada por saber qué había pasado con su familia. Y que en el medio de aquel peregrinaje desolador vio todo el horror que no había visto en su vida, aunque nunca contó mayores detalles.
Sí nos enteramos de cómo siguió la historia. Anastasia no se casó en San Juan. Lo hizo en Buenos Aires, luego de tomar un tren junto a su marido, a los pocos días de la tragedia. A la iglesia fue con el mismo vestido de novia que le había confeccionado Asunción con tanto amor y dedicación.
El galpón donde se realizaría la fiesta, en el predio de su casa, sobrevivió, por lo que los vecinos del barrio se alimentaron durante varios días con los pollos y los chanchos asados que habían preparado para la boda.
El dueño de una pequeña empresa de colectivos que vivía cerca de la casa de Anastasia puso a disposición los vehículos para que aquellas familias sin techo tuvieran un lugar donde dormir hasta que se organizaran las tareas de contención y asistencia social. En definitiva, hasta que la ciudad pudiera retomar un ritmo medianamente normal después de tanta devastación.
Siempre que voy a San Juan y hablo con mis familiares, inevitablemente sale el terremoto del 44 como tema de conversación. Son anécdotas ya conocidas que se reviven cada vez que pasamos por algún lugar histórico que sobrevivió al sismo o durante esas noches sofocantes en las que no se mueve una hoja y se hace presente esa quietud extraña, igual a la de aquel 15 de enero, hace 76 años. Los viejos todavía sostienen que es un presagio de que algo malo puede ocurrir.
Y, por supuesto, recordamos la carrera alocada y ciega de mi abuelo Mario atravesando la ciudad entre los escombros, de la ansiedad de todos por aquella boda que no fue y de las historias que nacieron a partir de la tragedia.
Y especulamos con muchas hipótesis y preguntas vinculadas al destino, aunque hay especialmente una que todavía hoy nos inquieta: ¿Qué hubiese sido de nuestras vidas si la madrina Asunción no se demoraba con aquellas últimas puntadas al vestido de novia?
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